Siempre me han gustado las historias de piratas, las películas de piratas incluso las canciones de piratas. Quizás porqué, como escribió Sabina, “si me dan a elegir, yo escojo la del pirata cojo, con pata de palo, con parche en el ojo y cara de malo. El viejo truhan, capitán, de un barco que tuviera por bandera un par de tibias y una calavera” Lo malo de los cuentos, las películas y las canciones –con excepción de los boleros- es que no suelen decir la verdad. Por eso hay que recurrir a la Historia. Hace unos meses estaba en Grecia y me acerqué con mis compañeros de viaje a visitar un pequeño puerto llamado Naupacto, que nosotros conocemos como Lepanto. Es un puerto recogido y precioso, fortificado y con unas vistas extraordinarias sobre el mar. Uno de esos lugares recomendables, dónde merece la pena estar un buen rato mirando ese azul brillante del mare nostrum que forjaron la cultura occidental desde hace muchos siglos…
Todo ello me vino a la cabeza cuando, al calor de la festividad del 12 de octubre, nuevamente tuve que oír a varios políticos -en concreto a una reconocida alcaldesa del Levante español- achacar a aquella España imperial de los Habsburgo, y más en concreto a esos ejércitos que impusieron su hegemonía durante casi dos siglos en Europa y buena parte del mundo, que eran causantes de casi todos los males que nos aquejan. Eso se llama anacronismo histórico. Si leyeran algo podrían confrontar sus puntos de vista con la realidad y, quizás, de vez en cuando rectificarían. Por ejemplo, si conocieran un poco la figura de Miguel Cervantes, que escribió El Quijote y tuvo una vida tan venturosa, en todos los sentidos, mantuviese que participar en la batalla de Lepanto fue un acto del que siempre se sintió orgulloso y al que calificó como: “La más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos ni esperan ver los venideros” les haría reflexionar sobre este hecho histórico tan trascendental como olvidado. Porque, aunque se olvide también, durante casi dos siglos la monarquía hispánica de los Habsburgo no sólo tuvo soldados de un valor innegable, barcos con la mejor tecnología y navegantes incomparables. A su lado también estuvieron escritores, pintores, poetas, cartógrafos y arquitectos que diseñaron y fundaron más ciudades que ningún otro imperio conocido y construyeron catedrales y más universidades hasta entonces, creando un esplendor cultural muy difícilmente repetible y que se llamó el Siglo de Oro, aunque en realidad se extendió más allá de ciento cincuenta años.
Tan dados a desconocer la gran Historia en general, y la nuestra en particular, se nos olvida que acontecimientos como la batalla de Lepanto cambiaron no sólo la Historia de su tiempo sino también otras pequeñas historias, desde luego las de quienes participaron en ellos hace varios siglos, pero probablemente, para disgusto de la señora alcaldesa, también de la actual. Desde luego lo hizo con Don Miguel de Cervantes, que tuvo una actuación heroica participando en el combate a pesar de que estaba enfermo y con fiebre, recibiendo dos tiros de arcabuz y perdiendo el uso del brazo izquierdo, convirtiéndose en el inmortal “manco de Lepanto” A pesar de ello al año siguiente el soldado Cervantes ya estaba en nuevas expediciones navales contra los navíos turcos que sembraban el terror en el Mediterráneo, en uno de esas travesías sería preso del turco y terminaría cautivo en Argel. Sin duda, si se le hubiera podido hacer una entrevista en aquel tiempo a Don Miguel, hubiera dicho que se sentía más orgulloso de haber disputado el poderío musulmán en el mar Mediterráneo que de sus escritos. Allí, en un rincón del puerto de Lepanto, se levanta una estatua del genial Alonso Quijano y a su inmortal creador Don Miguel de Cervantes.
Cualquiera que visite la Plaza de la Villa de Madrid, podrá comprobar que los piratas berberiscos -que asolaban sistemáticamente las costas levantinas- era la principal preocupación europea en aquellos días; de la misma forma que ahora lo es el Brexit, los conflictos en Irak, Afganistán o la última guerra en Siria con los millares de fallecidos y refugiados que provoca. En la plaza madrileña existe un monumento a Don Álvaro de Bazán, el Marqués de Santa Cruz -¡que el consistorio del PP no hace mucho quiso quitar!- un almirante español que jugó un papel clave en aquella batalla. En el pedestal puede leerse un poema de Lope de Vega que también da cuenta de la importancia del Marqués de Santa Cruz en la batalla, que dice: “El fiero turco en Lepanto, en la Tercera el francés y en todo el mar el inglés, tuvieron de verme espanto”.
¿Qué ocurrió un siete de octubre de 1571 en la otra punta del Mediterráneo, para que 448 años después merezca ser recordado?
Permítanme que haga un rápido regreso al pasado para recordar un hecho que, sin ser conscientes del todo, ha repercutido en nuestras vidas; pues si hoy Estambul, Argel y Túnez están bajo la influencia de regímenes islámicos y Valencia, Barcelona, Génova, Malta y Venecia se encuentran en la esfera occidental cristiana, se debe, en buena medida, a aquella batalla. Quien plantea esa hipótesis geoestratégica es el historiador británico Roger Crowley en su imprescindible obra “Imperios del Mar” El autor es uno de los mejores historiadores sobre el Mediterráneo, y este libro fue nombrado el mejor libro de Historia de 2009. Al leerlo pensé que, nuevamente, son historiadores británicos quienes sacan los colores a algunos de nuestros compatriotas y nos ponen en nuestro sitio. El que se merecen todas aquellas personas que combatieron en aquel golfo que fue la tumba de miles de soldados.
Para ponernos en la piel de los habitantes del sur de Europa a comienzos del siglo XVI son suficientes unos escasos, aunque contundentes, datos. Sólo en diez años el corsario musulmán Jeireddin Barbarroja había secuestrado y esclavizado a 10.000 personas en la costa del Levante que une Valencia y Barcelona. Invocar su nombre era como una maldición para los cristianos, pues era un tipo que no conocía reglas para hacer la guerra, la llevaba a cabo con una brutalidad parecida a la de Gengis Khan. En 1544, dos años antes de morir en su palacio de Estambul, a los ochenta años de edad, había realizado una incursión en las costas italiana en la que logró un botín humano de seis mil esclavos. Barbarroja regresaba triunfante, pero durante la travesía hasta Turquía una tormenta sorprendería a la flota que iba muy cargada y Barbarroja se desprendió del lastre lanzando a cientos de prisioneros al mar. Leyendo a Crowley me he enterado de un dato estremecedor que desconocía: durante todo el siglo XVI los esclavos que hizo el islam superó con creces al de todos los esclavos negros que se hicieron en África. Hubo un tiempo en que se podía comprar un esclavo cristiano en el norte de África por el equivalente a una cebolla, tal era el número de cristianos hechos prisioneros. A los niños esclavos se les sometía a una brutal formación y se les fanatizaba para engrosar las filas de los terribles jenízaros, la infantería de élite otomana. Pero los esclavos cristianos eran, sobre todo, el “motor” de una de la flota otomana, una de las dos flotas de guerra más importantes del mundo. La otra era la española. Su única función era remar hasta la muerte. La vida de un remero era corta, dolorosa y amarga. La toma de Túnez en 1535 por Carlos I pareció ser un momento de inflexión en la expansión otomana en el Mediterráneo pero fue un espejismo pues seis años después sería derrotada la flota española en Argel. Poco a poco el Mediterráneo se había convertido en el principal campo de batalla de dos grandes imperios, el otomano y el español. Detrás también había muchos otros intereses, comerciales, religiosos, relaciones de poder, pero básicamente dos concepciones diferentes del mundo se enfrentaban en el Mare Nostrum. Durante medio siglo se estaba combatiendo pero parecía claro que la guerra cada vez se libraba más al oeste, más cerca de la costa española y más próxima aún a la italiana. Los saqueos y las razias sobre la población del Levante iban en aumento. El asedio, frustrado, de Malta por una gran flota turca fue importante porque tuvo la virtud de enseñar al bando cristiano de que juntos, quizás, podrían plantar cara al imperio otomano. Los veteranos españoles de las guerras italianas mandados para auxiliar a Malta (enviados tarde por las dudas de Felipe II) fueron vitales para la victoria. Aunque por primera vez el sultán otomano Solimán había sido derrotado, aquella fue una victoria pírrica, pues Malta había quedado destrozada y cubierta de cadáveres. Se había librado una guerra encarnizaba donde no hubo caballerosidad y se mataba de forma encarnizada por los dos bandos. Europa se había salvado por poco, pero la batalla decisiva por el control del Mediterráneo quedaba pendiente.
La revuelta de los moriscos en 1567, que una parte de la población veía como una quinta columna que apoyaba a cuatro mil soldados turcos en Andalucía, hizo que toda la prudencia de Felipe II se tornase en decisión. La amenaza turca ya no estaba en Estambul la tenía en la puerta de casa. Volcado en el nuevo continente descubierto de repente había descubierto de la importancia geoestratégica del Mediterráneo. Y se dio forma a una endeble alianza entre Venecia -siempre reticente pues el puerto veneciano vivía en buena medida de las mercancías que transitaban desde Oriente a través de las posesiones del imperio turco- el Papa y España. Una alianza tan dividida que parecía incapaz de enfrentarse con garantías a la centralizada y eficiente maquinaria de guerra otomana. La gran mayoría del dinero necesario para poner en marcha la gran Armada corrió a cargo de la Hacienda española y al frente de la flota cristiana estaría Don Juan de Austria. En la flota turca el máximo responsable sería Alí Pachá.
Y el 7 de octubre de 1571 se llevaría a cabo una batalla naval fundamental, que, en buena medida, configuró el mundo en el que hoy vivimos. Se enfrentarían, al menos, 140.000 hombres, (entre soldados de infantería, marineros y esclavos remeros) y unos 500 barcos. La flota turca era superior a la cristiana, aunque la potencia de fuego de las galeras españolas era superior. En realidad las fuerzas de los dos imperios estaban muy equilibradas y eso también se reflejaba en aquella batalla. Además de las dos armadas se enfrentaban también las dos infanterías más decisivas del mundo en aquellos momentos: los Jenízaros y los Tercios, ambas formadas por soldados experimentados en muchas batallas, bien armados, bien dirigidos y valientes hasta el final. Fue un factor decisivo que al experimentado marino Álvaro de Bazán, al mando de 30 galeras, se le diera libertad para estar en la reserva e intervenir libremente durante el combate en aquellos lugares que viera en peligro. Poco antes de la batalla el Papa había pedido a Don Juan de Austria que los soldados españoles “se comportaran de forma virtuosa y cristiana en las galeras, sin jugar ni maldecir”, algo muy difícil de conseguir con los veteranos españoles de los Tercios, a pesar de que se colgaron algunos para dar gusto al enviado del Papa.
Al mediodía del siete de octubre las flotas situadas una enfrente de la otra se embistieron. Don Juan, que no tenía experiencia naval, siguió los prudentes consejos que le habían dado y esperó a estar muy cerca para hacer fuego. En aquellas primeras descargas atronadoras casi un tercio de los barcos turcos fueron hundidos o quedaron dañados. Luego 150 barcos colisionaron, enganchándose unos a otros, para que la tropa pudiese abordarlos. La galera Sultana de Alí Pachá embistió de frente a la Real de Don Juan de Austria. Según se cuenta una mujer disfrazada de hombre, María la Bailadora”, fue de los primeros en asaltar la nave capitana otomana espada en mano. Durante una hora se combatió encarnizadamente en una superficie flotante en la que ajustaban cuentas las dos mejores infanterías del mundo. Nunca debió de haber una batalla con tantas cuentas pendientes ni mejor servidas. Hubo un momento en el que parecía decantarse la batalla en las naves capitanas del lado turco, pero en ese momento entró en acción Don Álvaro de Bazán y al final la cabeza de Alí Pachá terminaría en una pica. La noticia provocó la resolución final de la victoria cristiana.
A pesar de ello la batalla fue feroz durante cuatro horas. Más tarde incluso los vencedores quedaron horrorizados. En esas cuatro horas murieron 40.000 hombres, de ellos 25.000 turcos, se habían destruido cien barcos, capturados otros 137, se hicieron 3.500 prisioneros y se liberaron 12.000 esclavos cristianos. Esta dramática estadística no sería superada hasta 1915. Aquella batalla de Lepanto sería decisiva aunque el imperio turco no sería definitivamente vencido. Pero a partir de la derrota de Lepanto tuvo que replegarse a su área de influencia y de esta forma los habitantes de Barcelona, Valencia, Sicilia, Venecia o Malta, pudieron vivir sin tanto desasosiego y sin el riesgo probable de acabar atado al remo de una galera turca. No conviene olvidarlo porque aquella liberación la seguimos disfrutando hoy. Gracias, por cierto, a aquellos soldados que libraron una de esas batallas decisivas. Más de 15.000 de ellos se quedaron en el fondo de aquel mar que estuve mirando, reflexionando sobre lo poco que sabemos de nosotros mismos y de aquellos que nos precedieron, sobrados de valor en un mundo mucho más duro, injusto y cruel del que hoy conocemos…
Creo que es cierto que la Historia de fechas, nombres y batallas ha quedado superada por la que trata de arrojar luz con análisis donde se integra lo social, lo económico, lo político y lo cultural, y por supuesto lo religioso, que se entretejen a la hora de explicar los hechos. Pero no lo es menos que hay acontecimientos capaces de agitar con fuerza la corriente de la Historia hasta hacerla cambiar de rumbo. Son esos “Momentos estelares de la Humanidad” de los que habló el escritor austriaco Stephen Zweig, en los que en un instante se decide la suerte de un imperio, de una sociedad, de un continente. Uno de esos acontecimientos fue, sin lugar a dudas, el combate naval de Lepanto. En juego no sólo estaba el dominio del Mediterráneo sino la hegemonía de una u otra cultura y religión. Su desenlace ayuda a explicar, en opinión de Roger Crowley, lo que ahora mismo está ocurriendo en el Magreb, Siria, Turquia y el resto de Oriente Medio. Y también explica que el genial escritor español escribiese, con acierto, que aquella fue “La más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos ni esperan ver los venideros”
Amigos no se lo pierdan. Si un día pueden hacerlo vayan a visitar este hermoso lugar del Mediterráneo dónde el mundo antiguo cambió para no ser ya el mismo.