A Luis Ocaña lo llevó a la Cadena SER el maestro Chico Pérez. Fue después de que abandonase la dirección del equipo ciclista del Teka, aunque yo creo que ni siquiera llegó a dirigirlo porque lo destituyeron antes de que comenzase la Vuelta. Ese año apenas pude conocerlo. Coincidimos esporádicamente y mi timidez hacia el gran campeón, al que yo veía en la televisión del bar de Javi, en aquellas tardes de verano, no me permitía acercarme demasiado.
Fue después de que le nombraran director del Fagor cuando comenzamos a intimar un poco más. Pero cuando verdaderamente nos hicimos amigos fue al quedarse sin equipo y vino a comentar la Vuelta Ciclista con nosotros.
Ocaña era auténtico. No tenía límites para nada. Para él no existían más barreras que las que le ponía su conciencia. Era libre para pensar y opinar sin ningún sentido del ridículo ni de la oportunidad y lo hacía con un tono afrancesado saltándose los acentos y diptongos del castellano, con lo que su pronunciación se hacía divertida. Pensaba en español pero quería explicarse en francés y decirlo en castellano, con lo cual, muchas veces, le costaba verdaderos esfuerzos decir lo que pensaba. Pero lo hacía.
Luis Ocaña emigró muy niño desde Cuenca al sur de Francia. Allí encontró trabajo su padre y allí hubiese acabado él trabajando si no se hubiese subido a una bicicleta….o tal vez no. Ocaña era un competidor nato. No se rendía nunca. Le podías desafiar a lo que fuese….que él aceptaba. Y como decía mi abuelo de mí:
-¡No ve peligro!
Ocaña no veía peligro nunca y lo desafiaba constantemente. Había sufrido serios y graves accidentes de coche y continuaba siendo un enfermo de la velocidad. En una ocasión cayó con el coche por un desfiladero de más de sesenta metros y solo se rompió algunos huesos. Otra vez, cuando circulaba a gran velocidad, un tractor se saltó un stop y su vehículo se estampó entre las ruedas. Estuvo gravísimo, pero pudo contarlo y escribir una misiva a Chico Pérez el día que murió Agostiño en una caída de bicicleta: “He de reconocer…que he sido un hombre con suerte”. Aguantaba el dolor casi de forma espartana y no le daba importancia a nada. Una noche, en Barcelona, se quedó mirando la motocicleta de alta cilindrada que llevábamos en la Vuelta Ciclista. De repente se subió en ella y arrancó. Metió una velocidad y aceleró con fuerza. La moto despegó la rueda delantera hasta ponerse de manos y salió a gran velocidad. Dio la vuelta e hizo como que nos atropellaba pero derrapó y cayó al suelo y la moto encima. Cuando se levantó, porque no permitió que le levantásemos, tenía un fortísimo golpe en el codo y sangraba abundantemente. Me acerqué y observé que se le veía el hueso. Quisimos llevarlo a una casa de socorro pero se negó rotundamente. Estábamos en la puerta de un restaurante en Barcelona e íbamos a entrar para la cena. Ocaña se fue al servicio, se lavó la herida y se ató una servilleta en el codo. La herida no paraba de sangrar, pero él decía que no era nada y hablaba de otras cosas. Al cabo de un rato se desplomó en el suelo. La servilleta blanca ya era totalmente roja. Lo llevamos a una casa de socorro, pero no consintió en quedarse allí una noche.
Toda esa dureza física que le transformaba en un espartano contemporáneo se derretía cuando le tocabas el corazón con historias románticas de amores pasados, mientras en el casete del coche sonaba la música de Johnny Halliday. Se sabía todas sus canciones y se emocionaba mientras me las iba traduciendo. Cuando coincidíamos en alguna etapa o en algún traslado con el tío Julio (Julio Jiménez), enseguida me provocaba para que a su vez yo arrancase alguna historia de ligues al tío Julio. Y cuando el tío Julio comenzaba desde el asiento de atrás con su historia de amor y yo le iba sacando los detalles con preguntas de lo más descaradas, le veía a él con los ojos enrojecidos de la risa, morderse los labios para no espantar la novela del tío Julio.
-¡Sí, José Ramón…! Pero eso fue en Italia hace ya muchos años (decía el tío Julio)
-¿Y cómo se llamaba el corredor? (le preguntaba yo a Julio)
-¡Mira, eso no te lo digo….! No te lo digo porque sé que vas y lo cuentas
Yo me ponía muy serio y fingía disgustarme.
-Parece mentira que me puedas decir tú a mí eso
-¡Joder que te lo digo…! ¡Como si no te conociera…! ¡No te jode! (Se cargaba de razón el tío Julio)
Ocaña hacía de mediador
-Bueno, tío Giulio….,es igual, no des el nombre, pero sigue
-Si no hay nada más que contar…
Julio estaba corriendo el Giro en el final de la década de los sesenta. En varias ocasiones se había cruzado con la mirada de una joven de pelo pajizo y labios carnosos, siempre muy repintada. En una de esas ocasiones le regaló el ramo de flores de una etapa de montaña, si bien en ese Giro ya tenía pocas opciones de hacer nada. La joven apretó el ramo con un brazo contra sus senos esplendorosos que se marcaban en una blusa azul y con el otro atrajo hacia su cara la de Julio Jiménez y le estampó un beso en la mejilla pero muy cerca de los labios. Julio notó los flashes en su cara al tiempo que el beso y le dedicó su mejor sonrisa mientras se abría paso entre la gente detrás de su masajista. En dos ocasiones se volvió para ver si aún la veía, pero el bullicio ya le había envuelto aunque en una de ellas juraría haberla visto aun mirándole desde el mismo sitio en que le regaló el ramo. El masajista tiró de él:
-Venga, no te emociones….es la mujer de un ciclista italiano
-No soy celoso, contestó bromeando Julio Jiménez.
Fue a los cuatro o cinco días cuando el ciclista italiano del Faema se dirigió a Julio en una de las llegadas.
-¡Giulio, Giulio! (Le llamó)
Julio le miró y se detuvo cuando se disponía a abandonar la línea de meta. Habían llegado al sprint y a él ese esfuerzo final del latigazo siempre le costaba más de lo normal. El público había invadido la meta y era difícil abrirse paso entre la gente.
–Giulio io vellio parlare con lui (le dijo el italiano)
-¡Pero yo no entiendo el italiano…!
-Es la mia mullere….¡Tu la piaces!
-Pero…yo…solo le di el ramo porque no sabía….(se iba poniendo rojo como una guindilla)
Mientras, el italiano le hacía gestos de tranquilidad con las palmas de las manos extendidas hacia él.
-No, no, tranquilo, io lo so…
-Bueno, mira, luego si quieres me lo dices en el hotel (le dijo Julio)
Y pegó dos pedaladas mientras se abría paso entre la gente y se atemorizaba de haberse metido en un buen lío.
Acababa de regresar de la sala de masaje. No le quiso contar nada a su masajista. En realidad, estaba preocupado por las intenciones de aquel italiano. Estaban en el sur, cerca de Nápoles, allí no se juegan con estas cosas. Él tampoco la había faltado en nada. Sencillamente le había regalado un ramo de flores. ¡Él que sabía si estaba casada! Fue ella la que le dio el beso. Dos golpecitos en la puerta hicieron tintinear la llave colgada en la cerradura. No contestó. Los dos golpes volvieron a repetirse. Pensó en no abrir, pero se aceró hacia la puerta mientras se embutía la parte superior del chándal. Giró la llave y abrió un poco hacia sí la puerta. El italiano estaba allí. Notó como toda la sangre se le subía a la cabeza y estuvo a punto de pegar un portazo, pero atinó a decir muy entrecortado:
-Oye mira….estoooo…¡Voy ahora al masaje! ¡Me están esperando!
-¡Por favor! ¡Aspeta un atimo…! ¡Es mi mujer! (y señaló a la rubia de pelo pajizo que estaba allí recostada contra la pared luciendo sus mejores volúmenes)
-Pero….¿qué quieres?
-Tú la piaces…Ella quiere hacer el amor contigo.
Julio miraba a un lado y otro preguntándose dónde estaría la trampa en aquel juego, sin acertar a decir nada.
-¡Pero….! ¡Pero es….tu mujer!
-¡Lo so..! ¡Lo so….ma no importa….ella volle faccere el amor contigo!
-¡Coño…! ¡Ya te he oído, joder! Pero es que las cosas no se hacen así
-Nosotros sí, Giulio…a ella la piace, a mí, no me importa
-¿A ti? ¿A ti no te importa?
-¡No…! Io vollo que tú hagas el amor con ella….¿No te piace? ¿No te piace ella?
-Sí…sí….sí que me piace…pero no sé…
La rubia se había acercado hacia la puerta y le sonreía provocadora. El italiano insistía.
-Déjala pasar a la habitación….yo espero fuera…
-¡Ah! ¡No! ¡En la habitación no! ¡No jodas! ¡Me pilla el director y se forma aquí la de Dios! ¿Y si es una trampa? ¿y si aparecen periodistas? ¿o la policía? Ni hablar.
-Entonces, ¿dove quieres?
-No lo sé, pero aquí no, desde luego
Fue en ese momento cuando Julio, que ya no podía aguantar la tentación, tuvo una idea
-Mira, mañana hay día de descanso…Si quieres, yo salgo a dar una vueltecita solo, para entrenar un poco, y si nos vemos en algún sitio del campo…
-¡De acuerdo! ¡Io la llevo en mi máquina!
-¡Tú no la llevas! Qué coño la vas a llevar tú; que vaya ella sola conduciendo y yo la sigo
Aquella noche Julio no durmió apenas pensando en el italiano, su mujer y la cita.
Se levantó tarde y apenas desayunó. En la puerta estaban los mecánicos terminando de repasar las bicicletas. La suya estaba recostada en un árbol limpia y reluciente. Se dirigió a ella y echó una pierna por encima del sillín. Ajustó suavemente los calapiés mientras daba las primeras pedaladas. Oyó arrancar un coche detrás de él. Siguió pedaleando hasta la salida del pueblo cercano a Nápoles. Giró por una carretera comarcal más estrecha y peor pavimentada. Oía el coche seguirle detrás, no se atrevía a volverse a mirar. Era ella, seguro. Pero, ¿con quién iría? ¿Iría sola? ¿le seguiría alguien? ¿y si era una trampa? Dobló un poco el cuello y vio el coche, era un Peugeot blanco y parece que lo conducía una mujer sola. Le hizo una seña para que le adelantase. El motor del Peugeot se quejó del acelerón y, al instante, vio pasar aquella sonrisa provocadora por la ventanilla. Julio pedaleaba deprisa, aprovechando el rebufo del coche. De repente, vio encenderse el intermitente de la derecha, y luego los frenos. El coche giró por lo que parecía un camino forestal hasta detenerse bajo una gran arboleda. Julio iba mascullando:
-¡A que pincho! A que todavía pincho por aquí y me tienen que llevar en coche al hotel.
Cuando el ruido del motor se apagó, la rubia abrió la puerta del vehículo y salió con un pantalón verde muy cortito y ajustado.
Los zapatos, con un poco de tacón, realzaban sus piernas y las hacían más largas y provocativas. Llevaba una blusa blanca con bastantes botones en la parte superior, premeditadamente desabrochados. Cerró la puerta y le dirigió una sonrisa que Julio devolvió de manera tímida y atemorizado.
-No sabía que eras tan bonita (le dijo con aquella sonrisa, ya un poco bocalicona)
Todo fue muy rápido. Apenas hubo prolegómenos. Cuando Julio estuvo seguro de que estaban solos y no les habían seguido soltó amarras a sus instintos básicos y todo fue una cuesta abajo al placer. De vez en cuando se asustaba al oír el paso de algún coche próximo a la carretera e hizo ademán de reincorporarse, pero ella no se lo permitió.
-¡Me pinchaba, José Ramón…! ¡Aquello fue muy incómodo! ¡Y tan deprisa…! Allí entre los arbustos y los pinchos…
Ocaña, que había seguido la conversación sin pestañear, comenzaba otra vez a enrojecer de risa.
-¿Y ya no la volviste a ver más?
-¡Sí…! Sí, sí…luego la pude ver dos o tres veces más…pero ya con más tranquilidad (nos decía guiñándonos uno de aquellos ojillos, desorbitados, con picardía)
No sé si fueron aquellas historias que nos contaba el tío Julio en aquel coche o los muchos kilómetros que recorrimos juntos, pero la temperatura de nuestra amistad fue subiendo. Ocaña era tímido e introvertido hasta que se abría. Cuando su corazón se abría, no dejaba espacios cerrados, podrías entrarle por donde quisieras. Es más, aunque no le entraras, él te introducía en su corazón y te contaba sus glorias, sus penas y sus preocupaciones.
Tenía unos contrastes tremendos de sensibilidad. De pronto te parecía un tipo duro del salvaje Oeste, como le veías llorar desconsoladamente cuando uno de sus ciclistas se rompió una pierna al entrar en un pueblo de Galicia y estrellarse contra un tractor.
Porque Ocaña, después volvió a dirigir un equipo, el ADR. Estaba ilusionadísimo y soñaba con fichar a Greg Lemond, aunque aquello duró apenas un año y él continuó haciendo de comentarista.
En el Tour del 87, cuando Pedro Delgado quedó segundo detrás de Stephen Roche, solíamos compartir habitación. Le costaba dormirse. Entablábamos largas conversaciones hasta bien entrada la madrugada. Me contaba historias de Eddy Merckx que me entusiasmaban. Estuvieron tres años sin hablarse.
-¡El puto Merckx! Cuando bajábamos aquel Col de Mente, a toda hostia, yo sabía que nos íbamos a caer, llovía mucho, la carretera tenía un barrillo muy peligroso que se formaba del arrastre de tierra que traía aquel aguacero….Yo iba de líder, ¿sabes?
-¡Me acuerdo! ¡Llevabas más de siete minutos….eras el ganador del Tour!
-Lo habría sido porque andaba como nunca…pero me atacaron subiendo y no pudieron, y eso que compraron varios equipos; luego me atacaron bajando y fue cuando el puto Merckx y yo nos volvimos locos…Bajábamos a más de 100 kilómetros por hora…dejamos atrás las motos…los coches…¡a todo Cristo! ¡Nadie podía seguirnos a aquella velocidad! ¡Y con aquella lluvia! Yo iba pensando: “nos vamos a matar…pero tú no me ganas…” y él seguro que iba pensando lo mismo. Y llegó aquella curva… Yo entré primero…Él venía detrás pegado a mí…derrapé…Él derrapó…Los dos caímos a un pequeño barranco, pero el puto Merckx cayó encima de mí con la bicicleta y eso fue lo que me jodió.
Me contaba la historia cien veces y yo se la hacía repetir otras cien veces más.
-¿Y cuándo hicisteis las paces?
-Fue en Bélgica…habíamos corrido un critérium. Ese año yo había ganado el Tour y me dijo: “Louis…¿Por qué no hablamos esta noche mientras tomamos unos vasos?” Y yo le respondí: “De acuerdo”
Ocaña y Merckx quedaron en verse aquella noche en un club cerca de la frontera belga. A Merckx no le gustaba salir de noche y menos aun cuando al día siguiente tenía que correr otro critérium, aun así aceptó el ofrecimiento de Luis Ocaña.
-Estuvimos bebiendo hasta las siete de la mañana. ¡Bueno….! Al puto Merckx se lo llevó su masajista a las seis, mamao perdido…¡No se tenía! Deberías haberlo visto…lo sacó arrastras y el Merckx diciendo: “¡Cómo me duele la cabeza!” ¡Nos bebimos dos botellas de vodka y una de ron!¡Solos! Claro que él bebió la mitad que yo…A mí también me dolía la cabeza pero dije: “Si me meto en la cama no me levantan para el critérium ni con una grúa”. Así que decidí irme directamente a la salida.
Cuando llegué….ja, ja, ja…Tenías que ver al Merckx allí tirado mientras su masajista le frotaba la espalda y le masajeaba las piernas y Merckx quejándose: “¡Qué dolor de cabeza!” Ese día…bueno, aquella noche, fue cuando nos volvimos a hacer amigos.
Entonces Ocaña dio la luz, se incorporó un poco en su cama y me dijo:
-¡Por cierto…! ¿Sabes quién ganó aquel critérium? ¡El puto Merckx! ¡Y el cabrón decía que le dolía la cabeza!
Cuando subíamos al coche yo trataba de imponer mi música de Serrat y él la de Johnny Halliday.
-¡Es bellísima esta canción…escucha! Es un padre que le explica a su hijita por qué se ha enamorado de otra mujer y cómo siente que el corazón se le desgarra.
Y entonces solía comenzar alguna de aquellas conversaciones de amor que casi nos hacían entrar en trance mientras buscábamos el hotel de algún equipo o esperábamos la próxima conexión. Ocaña era un romántico perdido.