A Eduardo le conocí en una Vuelta Ciclista a España, la primera mía, una más de las que hacía él conduciendo una unidad móvil de la radio.

Estaba en el mostrador de la recepción de un hotel de Jerez, discutiendo con la recepcionista.

-¡Qué cambie usté la habitación le he dicho! ¡Coñoooo!

Y soltaba una retahíla de tacos seguidos, mientras un cigarrillo se le iba consumiendo en la mano hasta casi quemarle los dedos. Pero él no se percataba de ello. Llevaba una cazadora negra y un pantalón de pana tipo vaquero, pero lo que más le resaltaba era una gorra americana, de las que usan los jugadores de béisbol, bien encasquetada y con una larga visera que apuntaba hacia el cielo. Menudito, de estatura bajita, se diría que la gorra yanqui se movía sola.

Recuerdo que la recepcionista, gordita con gafas, se limitaba a excusarse diciendo que a ella le habían dado la lista así.

Nosotros entramos en ese momento y el Botas se nos encaró a modo de saludo:

-Tío, ¿ya empezáis puteando? (y se ajustó  de nuevo la gorra bajando la visera como en un gesto con el que también bajaba los humos porque su tono de voz también bajó) ¡Es que quieren que duerma con el cura!

El cura era otro de los conductores de una de las unidades móviles, que era eso, cura.

Pero el Botas cedía. Cedía siempre. Jamás recuerdo una discusión o un enfado suyo. Ni siquiera se enfadó con el destino cuando hace unos inviernos le diagnosticaron un cáncer en la cabeza. Lo asumió como una curva más de la vida que tendría que tomar, muy cerrada, y a más de 180 kilómetros por hora. Y salió de ella.

¡Ni el cáncer ni leches! ¡Era un quiste sebáceo! Y lo contaba como si fuese una victoria más de los muchos rallies que corrió. Se recreaba narrando su peregrinar de médicos hasta que aquel amigo suyo le mandó a uno de Murcia que fue el que le señaló la verdadera ruta, la que le devolvió la confianza en vivir, porque la ilusión jamás la perdió.

-Me dejó sin un puto pelo (decía quitándose la gorra y pasándose la mano por el cabello) nada, todos se me cayeron ¡Hasta las cejas! Pero oye…en un mes se me quitó el bulto de la cabeza…y luego ¡mira, mira! (volvía a pasarse las manos por los cabellos como si mostrase orgulloso el trofeo por la victoria en una carrera)

Y es que, a su manera, estaba seguro de que había ganado la carrera a la muerte.

Eduardo tenía el pelo rubio fino, fino como el de los pájaros, aunque después de la circunstancial calvicie le salió un poco más rizado y casi pajizo. La piel de la cara, tersa y curtida, con una boca grande de risa entrecortada, como de catarro afónico, y en la que mostraba unos dientes grandes que amarilleó el tabaco. Era la risa que le salía cuando contaba cómo le ganó aquella apuesta al Gori, si ganaba la etapa un humilde corredor de un equipo que no recuerdo. El chico se había escapado del pelotón y pedaleaba ya sin fuerzas mientras el pelotón se le iba echando encima. Fue cuando el Gori bajó la ventanilla de su coche y le dijo al Botas:

   -Si gana éste, me como el ramo de flores.

Eran los años pobres de la Vuelta, en la que apenas había comisarios de carrera ni tantos medios informativos como ahora. Y llegaron a un paso de nivel. Pasó el ciclista, pasó el Botas, pero no pasó nadie más. El ciclista no podía con su alma, sudaba y abría la boca. El Botas le arrimó el lateral del coche y le gritó:

   -¡Agárrate!  (el ciclista no se atrevía) ¡Vamos!

El muchacho miró hacia atrás, la carretera brillaba al sol desierta, venían ahora unas curvas entre árboles y no lo dudó más. Se agarró a la ventanilla del coche mientras el Botas pisaba el acelerador a fondo.

    -Ten cuidado, decía el ciclista, que sin dar pedales con el viento fresco que le iba dando en la cara parecía ir recuperándose.

Le fue remolcando durante varios kilómetros pendiente del espejo retrovisor, por el que no aparecía absolutamente nadie. Cuando vio brillar lo que parecía el parabrisas de un coche le gritó que se soltara. El muchacho ganó y le regaló el ramo de flores al Botas, que iba riendo con esa risa contagiosa:

  -No, si no es pa mí….si no es pa mí, es pa el Gori

Y el Gori tuvo que comer alguno de los doce claveles y dos gladiolos, con sal, eso sí, pero se los comió.

Cada año nos cuenta la misma anécdota que , con el paso del tiempo, va cambiando y exagerando. Algunos ya ni se la creen.

El Botas, como los lagartos, desaparece durante el invierno. Le perdemos la pista y solo volvemos a tener noticias de su vida cuando se aproximan las fechas de la Vuelta o cuando se mete en algún lío de carreras de coches. A causa de una de estas carreras me llamó hace unos días:

  -Me han dicho que andas escribiendo cuentos de las cosas de tus amigos

Así me lo soltó.

   -Supongo que de mí no dirás ni media, ¿verdad?

Y luego colgó más tranquilo