La familia del niño nos bombardeó con frases subidas de tono:
“Llévenselo, pero para siempre, no habla, no sirve para nada”.
“No ve, es gringo, a saber con quién lo tuvo ésta”.
“Es un animal, no sé cuántos años tiene, nació cuando floreció el mango”.
Pensaba que ya lo había visto todo. ¿Cómo se puede sentir tanto odio a una criatura de cinco años?
No habla porque nadie le ha enseñado, la cadera dislocada, mirada perdida… “es un muerto en vida”. Ha sobrevivido desde que nació, viviendo en la calle.
A pesar de ser advertidos de su agresividad nos acercamos despacio a Fabricio, no nos ataca y acepta el bizcocho.
Dentro de la camioneta esperan los niños al nuevo hermano. Lo sientan en una esquina, con tan mala fortuna que al abrir la puerta sale disparado. No hay gesto ante el porrazo tan fuerte que ha recibido contra el suelo, parece insensible al dolor.
A los dos días fija su mirada en objetos y señala. En una semana los niños del Hogar Nazaret le han enseñado a decir “papá” y “agua”.
Cuando el grito de los últimos de la Tierra toca a la puerta de nuestra vida, el corazón adquiere una nueva dimensión.
Dios nos ha enviado un ángel que empieza a despertar. Un nuevo reto para amar.
P. Ignacio-María Doñoro de los Ríos