La aldea de Hushé, escondida entre las montañas más agrestes del planeta, vive al margen del mundo tal y como nosotros lo conocemos. El valle que excava incesantemente el río Hushé es un pequeño mundo dentro del corazón del Karakorum. He conocido muchos lugares de montaña en todo el planeta, de los Andes al Himalaya, pero ninguno iguala a este. Es un valle con aldeas dispersas que trepan por las laderas de las montañas, empapado de la sabiduría de esta pobre gente que sobrevive desde hace siglos entre riscos perdidos, altos collados y montañas inaccesibles. Aquí la vida siempre está al límite. En invierno la nieve cubre las aldeas durante casi seis meses, y en verano sólo quedan tres meses para recoger la siembra, llevar al ganado a los altos pastos y ganarse el sustento para todo el año. Las mujeres son las más sacrificadas y trabajadoras que he conocido. Los hombres son tan duros como el granito del que se forman estas montañas. Se afanan en ganar un poco de dinero porteando para las expediciones, algo que desde el verano de 2013 ha arruinado el atentado talibán que acabó con 11 alpinistas extranjeros y un cocinero de la aldea. Ayudamos a su viuda, una mujer-niña que con veinte años se ha quedado con tres hijos pequeños. Ellos son los que no se doblegan fácilmente ante la violencia fanática que, poco a poco, se impone en los rincones más remotos de Pakistán. Esa verdad no la encontraran en los medios de comunicación occidentales. Los principales perjudicados por los fanáticos integristas son las pobres gentes de Pakistán.
Siempre que cruzo ese río, el torrente impetuoso de Hushé, en un sentido u otro, siento algo especial. He tardado varios días en llegar y, poco a poco, me he ido despojando de todo lo superfluo: los lujos, el teléfono y las comunicaciones. Luego mucho de lo que aquí pensamos que es imprescindible: internet, la electricidad, una habitación con ducha. Se acaba la civilización tal y como la conocemos y comienza, como un enigma en soledad, un misterio formado por grandes picos, un paisaje desgarrado, descrito como “la más genial expresión de las fuerzas orogénicas del planeta”, con torres de roca que se elevan como agujas al cielo, paredes y montañas abiertas como heridas y personas rudas y valientes que desconocen el miedo y el confort. Para entender este mundo hay que conocer a mis amigos de Hushé. Desde hace casi treinta años visito este lugar y desde entonces intento ayudar a estas gentes que me acogen como uno más de ellos. Es un intento de devolver un poco de lo mucho que me han dado. Cariño, lealtad, honradez, valentía, valores en desuso en nuestras sociedades urbanas. Rezan por mí, se preocupan por lo que hago y me desean larga vida con una sencillez que desarman incluso a un escéptico religioso como yo. Todos los veranos vuelvo a Hushé, para respirar otro aire, el aire leve y sutil del que se forman los sueños, para encontrarme hechizado e intimidado por las montañas más bellas de la Tierra pero, sobre todo, para sentirme al margen de nuestro mundo con gentes que son mis amigos.
Con Karim, Hussein, Aktar, Sher Ali, y muchos otros, con muchos de los porteadores que me han ayudado y acompañado en esta vida de aventuras. A este lado del río, a nuestro lado del mundo, crece lo que el Duque de los Abruzos, uno de los primeros exploradores de estas tierras, denominó con acierto “la hipocresía de los hombres civilizados”. Allí, en Hushé, sin embargo, sólo crecen las montañas hasta tocar las nubes. Siempre que llego me están esperando buenas gentes, hombres, mujeres y niños, con los brazos abiertos. Estoy en una isla, al margen de las prisas, el ruido y el bullicio. En Hushé perteneces al mundo oculto, sencillo y profundo, donde las emociones y los sentimientos se amplifican. Donde somos nosotros, sin artificios ni herramientas. Sin hipocresía. Al otro lado del río, se extiende otro mundo diferente al nuestro con otro ritmo del tiempo, marcado por la armonía de los ciclos naturales. Son pobres gentes, a las que les falta todo: educación, agua corriente, salud, higiene. Pero también son orgullosas, fuertes, nobles, leales. Sorprende que en este mundo agreste y duro, casi inhabitable, las gentes derrochen amabilidad y agradecimiento. Cada vez que llego allí los niños me rodean y los padres me saludan, me buscan con una alegría y una cordialidad tan profunda como tal vez sólo puede mostrarse en este remoto punto de los mapas. Me llevan a visitar la tumba de su último vecino fallecido al tiempo que su mirada se pierde en las montañas. Jamás había entrado así en ningún lugar. Jamás, aquí al lado, los hombres civilizados me han hecho compartir esa emoción profunda y sencilla…
A todos vosotros amigos que nos leéis aquí, que pensáis que ser solidarios no es una de las opciones, sino la única opción, quiero haceros cómplices de este secreto: al otro lado del río, en el corazón de las montañas castigadas por un perpetuo vendaval, allí donde la fuerza de lo sencillo se expresa con rotundidad y fiereza, allí me esperan hombres, mujeres y niños, glaciares, montañas y desiertos. Allí, en el corazón de la Tierra, habita la verdadera esencia de lo que soy, la emoción compartida en honduras humanas que no se ocultan. No es sólo la aventura emocionante, las escaladas imposibles, la fascinación por los paisajes lejanos y salvajes, es sobre todo el hondo afecto con el que somos recibidos en esos otros mundos, al otro lado de todos los ríos que casi nadie se atreve a cruzar… Y que es necesario cruzar.
Sebastián Álvaro (creador “Al Filo de lo Imposible)