Llegué a la ciudad de Phnom Penh, Camboya, en un viejo y destartalado autobús procedente de Chiang Mai, en Tailandia, después de un largo y pesado viaje, y haciendo la necesaria parada en la frontera para conseguir el correspondiente visado.

Si hay una cosa que nunca me gustó en los viajes, es atravesar las fronteras a pie. La gran mayoría de veces que lo he hecho, han intentado estafarme con el precio del visado, y esa vez, no fue diferente. Después de mucho insistir, conseguí evitarlo, pero a cambio, perdí muchísimo tiempo, y estuve a punto de perder hasta los nervios.

Había pasado demasiadas horas en el autobús, compartiendo una cabina de una única cama, con una camboyana, que me invitó a compartir su espacio cuando vio que la alternativa que me ofrecían los de la compañía del autobús, era compartir cama con el segundo chófer del bus, en la que se encontraba durmiendo cuando subí, a pesar de haber pagado yo por ella.

 

Así que, a mi llegada a Phnom Penh, tenía el cuerpo bastante destrozado, pero con ganas de caminar para desentumecer las extremidades. Estaba malhumorada, cansada y con necesidad de ducharme.

Mucha contaminación, mucha gente y mucho tráfico. Esa fue mi primera impresión de la ciudad. Había llegado a Camboya buscando calma y no parecía que iba a ser lo que iba a encontrar, al menos en esa ciudad.

Empecé a caminar para alejarme de la zona caótica de la estación y unos 20 minutos después subí a un tuk tuk, pidiéndole al conductor que me llevase a la zona céntrica para poder encontrar un hostel donde pasar la noche.

 

El señor directamente me llevó a un hostel cerca del centro. Entré, y el lugar parecía limpio, sencillo y acogedor y además, aparentemente no había demasiada gente allí hospedada. Venía de 15 días frenéticos en Tailandia en los que no había parado de conocer a turistas, mayoritariamente europeos, y como consecuencia no había estado a solas ni 5 minutos.

Por tanto, el plan de estar en una habitación en la que reinaba el silencio, con 8 camas solamente para mi, parecía perfecto.

 

Dejé la mochila encima de una de las camas, y vacié casi toda la ropa en busca de alguna camiseta limpia. A esas alturas del viaje, tenía la necesidad de hacer una colada, puesto que estaba agotando mi ropa limpia.

Después de una ducha me quedé dormida plácidamente durante dos horas.

Hacia las 17h salí a dar una vuelta. Tenía que buscar un cajero para sacar dinero (la moneda de Camboya son los dólares y/o los rieles) y necesitaba dejar la ropa en una lavandería que me asegurase que iba a tener la ropa limpia y seca a la mañana siguiente.

 

No pensé en cargar el móvil, pero lo llevé igualmente, junto al cargador, por si tenía ocasión de cargarlo en algún bar cuando fuese a cenar.

Salí del hostel con un mapa en la mano, y una mochila a la espalda que contenía la ropa sucia para dejarla en la lavandería, el móvil descargado y el cargador. Estaba contenta de empezar la incursión en una nueva ciudad, en un país distinto.

 

Entré en un par de cajeros, pero no saqué dinero. Las dos veces me pedían comisión y esa parte…no la llevaba bien. No quería pagar comisiones…

Finalmente, viendo que las diferentes sucursales a las que había entrado exigían la misma comisión, opté por sacar dinero en el tercer cajero que vi, y lo guardé en una “mariconera” estrecha que llevaba por debajo del pantalón, a la altura de la cintura, en la que siempre llevaba también mi pasaporte y una fotocopia.

Dejé la ropa sucia en una lavandería, acordando que iría a recogerla al día siguiente al mediodía, y con los deberes hechos, abrí el mapa, con la idea de dirigirme hacia el paseo que se encontraba a la orilla del río Mekong, el RiverSide. El chico del hostel me había dicho que ese era un buen sitio para pasear, con buen ambiente y diversidad de restaurantes para la hora de la cena.

 

Iba totalmente enfrascada mirando el mapa (debido a la poca habilidad que tenía en ese momento para leer mapas), cuando de repente, choqué con algo o alguien a la altura de la rodilla. Era una niña pequeña y risueña, de unos 4 años aproximadamente.

Ohhhh, no la había visto para nada…. Le había dado un rodillazo en la cabeza… pobre niñita pensé…

Me disculpé con una mujer joven que me pareció, podía ser la madre y un hombre mayor que ella, que parecía ser el abuelo de la niña, aunque también podría haber sido el tío. Si ha habido una cosa que nunca se me dio bien, es poner edad a las personas de origen asiático.

Me explicaron que iban a comer algo en un pequeño restaurante que había en un centro comercial al otro lado de la calle. Y me invitaron a sentarme con ellos. Eran de origen filipino y empezamos a comunicarnos en una mezcla de inglés y español. Justo cuando íbamos a sentarnos, la chica me comentó que su bisabuela hablaba perfectamente español. Y entonces me ofrecieron ir a su casa a cenar.

Uno de los viajes futuros que tenía pensado hacer, era precisamente a Filipinas, y pensé que sería una buena ocasión para que me hablaran de ese país y de su historia para haber acabado viviendo toda la familia en Camboya.

Así que no me lo pensé demasiado y nos subimos los 4 en una moto.

¡Que bien!, soy una camboyana más, pensé.

 

Llegamos a una casa, sencilla por fuera, pero por dentro, llena de comodidades.

Subimos unas escaleras y al abrir la puerta, encontré a una señora mayor, con la piel arrugada por el paso de los años, en la cocina. No sé qué estaba cocinando, pero olía muy rico. En seguida, me sentaron a la mesa.

No comimos todos. Solamente la chica, un señor mayor, y yo. Los demás, de repente, desaparecieron.

Les pregunté cómo una familia filipina había acabado viviendo en Camboya y no hablaron demasiado sobre el tema. A continuación, insistí sobre lugares de Filipinas, y me contestaron, pero noté que no lo hacían con demasiada simpatía.

La única que seguía pareciéndome entrañable, era la niña, que no dejó de reclamar mi atención en todo el tiempo que estuve allí.

Se veía que era una familia acomodada.  O eso creí.

En la cena, sirvieron una sopa de fideos con carne y arroz con cerdo frito.

Aparentemente, todo estaba bien, pero había algunas cosas que no me acababan de cuadrar, y empecé a dudar del motivo de su invitación. Pensé que, con mal criterio, había dejado la mochila en la entrada, pero la buena noticia era que allí dentro no había nada de valor, y que mi móvil (sin batería), era tan malo que a esa familia adinerada no le podía interesar de ninguna manera. El dinero lo llevaba yo encima.

 

Justo cuando estaban retirando el plato de fideos, y servían el de arroz, el señor mayor sentado en la mesa habló como muy enfadado con un chico joven que también andaba por casa, pero con el que no había intercambiado ni una palabra. Ni tan siquiera una mirada. La chica enrojecía y parecía más nerviosa.

De pronto, el señor mayor se levantó de la mesa y en unos minutos aparecieron dos chicos jóvenes y el tipo que había visto en la calle, el mismo que iba con la niña pequeña cuando se cruzaron conmigo unas horas antes.

Entonces el chico me hizo una señal para que los acompañara a una habitación. Les dije que no. Me asusté. Me asusté de verdad. No entendía qué estaba pasando, pero algo me decía que era algo malo… la chica evitaba mirarme y cogió a la niña y desapareció de allí.

Una vez en la habitación, el hombre me dijo que les diese el dinero. Les contesté que no llevaba dinero.  Insistieron. Les dije que fuesen a mirar en mi mochila que la había dejado en la entrada, junto con el móvil sin batería.

El hombre me dijo que ahí ya habían mirado. Me lanzó de malas formas, la mochila, que contenía solamente el móvil viejo sin batería y me dijo que allí no estaba el dinero y que sabían que había sacado dinero porque me habían visto sacarlo en un cajero.

 

Buaaaaa en ese preciso instante caí en la cuenta de lo que había pasado. El encuentro con esa familia no había sido casual. Lo tenían todo perfectamente calculado.

Entendí que difícilmente podría salir de allí si no les acababa dando el dinero. De repente uno de los chicos, sacó un palo de detrás de un armario. Y me amenazó levantándolo hacia el aire y dando un paso hacia mi.

Estaba claro que no tenía escapatoria, o a mi me lo pareció así en ese momento. Tal vez iban de farol y solamente querían asustarme y no tenían intención de hacerme ningún daño. Pero… a saber hasta donde iban a llegar… y decidí no comprobarlo.

Sentía mucha rabia. En ese momento creo que tanta rabia como miedo.

Así que abrí la riñonera y saqué los 300 dólares que había sacado del cajero horas antes. Al momento me los arrebataron de las manos.

Abrieron la puerta de la habitación y me sacaron de malas maneras de la casa.

 

Bajé las escaleras, impotente, sin poder acabar de creer lo que acababa de ocurrirme.

Me quedé totalmente en blanco.

Pero la cosa no acababa ahí… no sabía dónde estaba, no veía a nadie por la calle y no llevaba nada de dinero en efectivo.

Al salir ni pensé en llamar a la policía. Estaba tan atónita que ni reaccioné…

No veía el nombre de las calles por ninguna parte, no conseguía orientarme y no sabía si estaba lejos de la zona donde los había conocido.

A la vez, tenía miedo…no veía a nadie por la calle, pero me daba más miedo la idea de encontrarme a alguien más. No me fiaba de ningún camboyano en ese momento…

Además, me sentía tan… tan… tan estúpida… tan impotente… y estaba muy enfadada conmigo misma. En ese momento de lo que tenía ganas, era de gritar.

 

Un chico en un tuk tuk se paró a mi lado y parecía que me estaba ofreciendo llevarme.  Le enseñé el mapa que llevaba en la mochila señalando el centro comercial que recordaba haber visto cerca de mi hostel. Intenté explicarle que necesitaba parar en un banco para sacar dinero, aunque esa idea me daba miedo por si al chico le daba por robarme también.

Si, lo sé, un poco paranoica, pero… estaba todavía con el susto encima…

 

El chico me llevó al centro comercial, y desde ahí supe situarme para localizar el hostel. El tuktukero entró conmigo y después de explicarle al muchacho de la recepción lo que me había pasado, quedamos que le pagaría a la mañana siguiente.

 

Esa noche me costó mucho dormir. ¿Cómo podía haber sido tan imbécil? ¿Cómo podía haber creído que una familia me iba a invitar a su casa a cenar porque sí?

Empecé a reconstruir en mi cabeza, la historia vivida, una y otra vez.

Siempre he creído que eran estafadores profesionales. Que debían pensar que llevaba el dinero metido en la mochila y que mientras cenaba, ellos aprovecharían para quitármelo de dentro, que nos despediríamos y que al llegar al hostel, me daría cuenta de que me habían robado, pero ya sería tarde porque no sabría nada de ellos.

Pero es que, en realidad, podía haberlo evitado. Podía haber salido de esa casa y con sangre fría avisar a cualquier vecino o entretenerme en buscar el nombre de la calle para poder ir a denunciarlo a una comisaría. Algo podía haber hecho seguro. Pero en cambio, no hice absolutamente nada. Nada más que compadecerme y sentirme decepcionada con ellos, pero sobretodo conmigo.

 

Esta parte del viaje la recuerdo especialmente agridulce. Me ha costado compartir esta experiencia, porque cada vez que la recuerdo, no puedo dejar de pensar en lo mal que reaccioné ante una adversidad. Pero ya dije un día, que, aunque viajando sola he vivido la mayoría de mis mejores experiencias, tengo que reconocer que no todo fue fácil y reluciente. Y ese fue uno de los casos.

Después de todas mis experiencias viajando por algunos países del mundo, llegué a la conclusión de que realmente hay muchísima gente buena con buen corazón repartida por el mundo. De hecho, la inmensa mayoría lo es.

Mi viaje a Tailandia y Camboya había sido mi segunda experiencia viajando sola, por lo que, era una chica poco experimentada todavía en lo que a viajes solitarios se refiere. Años después, puedo decir con la boca grande, que, en muchísimos países, muchas veces me invitaron a comer, a cenar o a dormir en diferentes casas, sin esperar nada a cambio, sin querer robarme. Simplemente tuve mala suerte con esa familia. Pero eso no es para nada representativo de lo que en realidad puedes encontrar alrededor del mundo.

Simplemente, como todo en la vida, siempre existen sus excepciones. Y en Camboya, seguramente en un país en el que daba por hecho que todo el mundo era bondadoso y afable, encontré la maldad humana, en esa familia en concreto.

 

Cuando pienso en mi, en esa etapa precisa de mi vida, en ese viaje en concreto, me recuerdo más bien como una chica inocente, confiada y con pocos recursos para sortear las desventuras.

 

Estuve angustiada toda la noche, por no poder compartir con nadie lo que me había pasado. Por un lado, estaba sola en la habitación y por otro, no quería contárselo a ningún ser querido porque no quería transmitirles inseguridad.

No dejaba de pensar en los 300 dólares. Puede parecer poco dinero, pero … ¡Era mucho dinero para mi! Mi presupuesto era de 25 euros por día, así que de repente, ese presupuesto para los siguientes 12 días había desaparecido… y de la manera más tonta.

Estaba triste por los 300 dólares, pero sobretodo por el engaño moral sufrido.

 

Incumplí todas mis normas de seguridad: mirar un mapa caminando por la calle, colgándome directamente la etiqueta de turista novata en la ciudad, ir sin batería en el móvil, sacar dinero sin volver directamente al hostel a dejarlo, decirles a aquella gente que viajaba sola y que me iba de la ciudad en dos días, … no fui nada precavida.

 

A la mañana siguiente vino a buscarme el salvador del tuk tuk de la noche anterior y fuimos a conocer el Museo S-21 (una antigua escuela que los jemeres rojos transformaron en una prisión y centro de torturas, que pasó a llamarse S-21), donde pude ver verdaderas atrocidades vividas durante el Genocidio Jemeras Rojas, que para mi sorpresa no había ocurrido hacía tantos años (ocurrió entre los años 1975 y 1979). Para que nos hagamos a la idea de la magnitud de las atrocidades cometidas, en los cerca de cuatro años que estuvo en el poder el régimen de corte maoísta, fallecieron dos millones y medio de camboyanos, más del 30% de la población local de antaño.

Al salir fui directamente a los Killing Fields, los campos de exterminio donde se llevaban a los prisioneros de las S-21 para asesinarlos. Después fui a conocer el Gran Palacio y la Pagoda plateada y a recorrer diversos mercados de la ciudad, donde pude probar el riquísimo plato camboyano Amok. El final de la tarde lo pasé paseando por la Avenida Preah Sisowath, o Riverside, siendo la avenida más importante de la ciudad.

Le cogí manía a esa ciudad y decidí irme de allí esa misma noche y poner rumbo hacia Siem Reap para conocer uno de los lugares más maravillosos del mundo, Angkor Watt.

En el autobús conocí a Daniele, un chico que me cayó fenomenal desde el primer minuto. Me dijo que había escuchado hablar muy bien de un alojamiento, con piscina, llamado Garden Village, por 5 euros la noche, así que decidí ir con él.

Tuve la necesidad de sentirme acompañada esos días y tuve la suerte de encontrarme con un buen chico.

Así que, al día siguiente, con él y una pareja de israelís, visitamos el asentamiento de Angkor. Nos levantamos de madrugada para poder ver el amanecer ante la majestuosidad de las ancestrales piedras.

En Angkor Watt, la mezcla de espiritualidad y simetría me resultó asombrosa. Es sin ninguna duda, el alma y símbolo de Camboya, núcleo de la civilización jemer y una fuente de orgullo nacional. Está considerada como la mayor estructura religiosa jamás construida, y uno de los tesoros arqueológicos más importantes del mundo.

Toda esa zona alberga algunos de los templos más espectaculares de la región, sombreados bajo el bosque que los cubre.

 

De la ciudad de Siem Reap, todo son buenos recuerdos. La visita al complejo de Angkor, los momentos de relax en la piscina del hostel, incluso hasta la compra de dos camisetas (que a día de hoy siguen siendo unas de mis favoritas), por cincuenta céntimos, en una de las muchas tiendecitas que podías visitar entre las principales calles de la ciudad.

Es imposible olvidar que allí fue donde probé los insectos fritos por primera vez (concretamente saltamontes), y también la carne de cocodrilo.

Después de 3 días en Siem Reap fui con Daniele a Koh Rhon, una isla paradisíaca, en el sur camboyano, donde el miedo y los temores volverían a desaparecer y donde pude hacer una de esas cosas que tanto me gusta hacer en algún momento de mis viajes: bucear. También aprovechamos para hacer trekking y kayak.

En general, Camboya no me resultó un país tan fácil de recorrer como había sido Tailandia. Las carreteras no son las mejores, la oferta hotelera en general es básica, las infraestructuras turísticas también eran elementales y las tasas de pobreza son altas. A pesar de eso, se trata de un país muy recomendable, que nadie debería perderse en su paso por el Sudeste Asiático.

 

Después de pasar un total de 9 días en Camboya, volví hacia Tailandia.

Allí me estaban esperando fantásticas playas en islas como Koh Phi Phi, Koh Lanta o Koh Lipe donde me quedé disfrutando del buen tiempo, la seguridad y la comodidad.

 

Fue un viaje de principiante. Con muchos miedos y muchas inseguridades, donde la diferencia del idioma hizo que no tuviera apenas contacto con personas locales de los países.

Más adelante, en otros países, me daría cuenta de que no es necesario entender un idioma para poderte comunicar. Pero eso, al igual que cómo debes reaccionar ante una adversidad, lo aprendes a base de experiencias. Y yo en ese momento todavía no había experimentado demasiadas.

 

Lo que aprendí al final de ese viaje fue a no dramatizar con aquellas cosas que nos pasan. Aunque para mi, esos 300 dólares robados eran muy importantes y valiosos, no dejaban de ser una nimiedad en comparación a otros problemas que había podido ver que tenían las personas de otros países más desfavorecidos.

 

Al fin y al cabo, el problema nunca es “Lo que está pasando”, sino “La percepción que nosotros tenemos sobre lo que está pasando”.

Por eso comprendí que hay gente que, con menos, es más feliz.