14 de septiembre, ¡mi cumpleaños!

Tuve que cambiar de planes por la erupción del Cotopaxi, y finalmente la ascensión sería al Chimborazo, la montaña más alta de Ecuador. Debido a ese cambio de última hora, mi viaje se tuvo que retrasar un día, con lo cual, no haría cima el día de mi cumpleaños, como tenía previsto o como me hubiese gustado, pero, de todas maneras, tendría un recuerdo inolvidable de ese 36avo cumpleaños.

Vinieron de la agencia contratada, a recogerme en furgoneta al hostal y nos dirigimos a la entrada del parque nacional Chimborazo, donde debes entrar de manera obligatoria para registrarte.

Allí estaba Miriam, en cuanto me vio y sin esperarlo, ¡sacó un pastel de cumpleaños! Ohhhh, qué bonita sorpresa. Me dijo que la información se la había dado el señor Marcelo, el hombre bondadoso que había conocido en el hotel de Latacunga, conocedor de que ese día era mi cumpleaños.

Después de pedir un deseo al soplar las velas (era obvio que mi deseo en ese momento era el de hacer cima en el Chimborazo), y tomar un buen trozo de pastel, me dieron las primeras instrucciones. Debía tomar una ruta durante 8 kilómetros hasta llegar al primer refugio, el refugio Carrel. No había pérdida ninguna. Hacía solecito y nada de frío.

Casi sin darme cuenta llegué hasta el primer refugio, a 4.845 metros. Allí se encontraban otros montañeros que iban a subir esa misma noche hacia la cima del Chimborazo.

También vi a una chica joven, con las mejillas muy sonrojadas y con una cara de felicidad indescriptible, que había conseguido subir a la cima (era su tercera cumbre en el Chimborazo) y a un chico joven y robusto que había tenido que regresar a las 2 horas de empezar la ascensión por fuertes dolores de cabeza y mareos. Me empecé a hacer preguntas… ¿era más importante la fortaleza física o la psíquica? Y si pensaba en mi … ¿yo tenía más fuerza física o psicológica?

No tenía realmente experiencia en montañas (lo máximo que había hecho con un poco de dificultad había sido subir al Toubkal en el Atlas, a 4.167 metros), y ahora quería subir un 6.200… una locura… pero ya estaba allí, ya no había vuelta atrás.

En ese refugio conocí a Iván y a su amigo. Eran de Madrid y llevaban varios días por allí haciendo ascensiones a otras montañas de menor elevación, así que estaban ya muy aclimatados a la altura. Iván me cayó bien desde el primer minuto. De mirada bondadosa, de esas que transmiten verdad y, una larga y espesa barba que le daba un toque de distinción en la personalidad.

A primera hora de la tarde subimos los tres al segundo refugio, el refugio Whymper, que se encontraba a 5.042 metros. Eso serviría como ejercicio para la aclimatación. Y de ahí fuimos hasta la laguna del Cóndor, unos 20 minutos más arriba, a 5100 metros. En ese momento me di cuenta que lo que para mi era como un entreno, para los dos chicos era un simple paseo.

Esa noche volví a soplar las velas con los compañeros de refugio. Estaba lejos de casa, sin internet, y no me podía comunicar con nadie, pero no me sentí sola en ningún momento.

Por la noche sería el turno de la ascensión de nuevos montañeros, entre ellos, Iván y su amigo. Oí cómo se levantaban a las 23h y cómo alguien regresaba durante la madrugada. Al despertarme vi que Iván y su amigo no habían regresado todavía. ¡Eso era buena señal! Hacia las 11h llegaron con una sonrisa de oreja a oreja y unas fotografías en el móvil que indicaban sin duda, que habían conseguido llegar a la cima.

Iván y su amigo se fueron, deseándome suerte, y sentí envidia sana al ver la sensación de felicidad que desprendían. Me dijeron que había sido duro, pero no hablaron de ninguna complicación. También debía tener en cuenta que ellos eran montañeros de verdad, no como yo, que era una impostora en medio de la montaña … Así que era muy probable que su experiencia no tuviese nada que ver con la mía.

Durante ese día volvería a subir hasta la laguna del Cóndor a modo de entrenamiento. Por la tarde llegó al refugio Raúl, el que sería mi guía. Un chico bajito de ojos vivarachos. Me contó el plan para la ascensión de esa noche, explicándome que saldríamos hacia las 23h, que tendría hasta las 7h de la mañana para hacer cima, pero que, si a esa hora no había llegado arriba del todo, deberíamos regresar puesto que, si salía el sol, era peligroso seguir allí arriba por el deshielo. También me comentó cómo de importante era que yo fuese consciente que debía dejar energía para poder regresar, porque la bajada también era un momento complicado, debido a la acumulación del agotamiento.

Nos fuimos a dormir a las 18 horas. No dormí apenas por el frío que hacía en el refugio y por los nervios que sentía…

A las 23h era mi turno. Ese día subiríamos 4 personas, con los respectivos guías. Para hacer ascensiones al Chimborazo, era obligatorio contratar a un guía, al estar considerada como una montaña peligrosa.
Raúl y yo saldríamos los últimos. Entendí que era porqué yo tenía un nivel más bajo y así no entorpecería el paso de los demás. Gran acierto.

Estaba contenta, con ganas de cima, pero a la vez nerviosa por lo desconocido. Empezamos la ascensión a buen ritmo disfrutando de un buen clima, para mi suerte.

De noche, la montaña se veía diferente. Más tenebrosa, pero a la vez más especial. Me pareció que tomábamos una ruta por el lado derecho de la montaña. Algo que me resultó extraño puesto que Iván por la mañana, al regresar de su ascensión, me había dicho que habían subido por el lateral de la izquierda. Claro que también había leído que había 8 rutas alternativas, 2 de ellas las más comunes, y que se subía por una o por otra en función de las condiciones meteorológicas. Eso sí, tomases el camino que tomases, era necesario conocer bien las técnicas de escalada. Requisito que yo no cumplía…

En esa primera parte de la ascensión encontramos una mezcla de piedras, rocas, nieve y hielo, hasta llegar a la formación rocosa de El Castillo, a 5400m

A continuación, fue apareciendo la nieve en mayor medida en el camino y nos tocaba ponernos los crampones. Raúl y yo nos encordamos. Iba bien abrigada y el ritmo de la subida hacía que apenas pasase frío. Empezamos a subir por la arista y tuve que utilizar los piolets. Si, eso que no había utilizado antes jamás en la vida.

Raúl me dijo que iba a subir él primero y me daría un grito cuando estuviese arriba, asegurando la cordada en el siguiente punto. Me pidió que me quedase apoyada y quieta en la piedra donde me dejaba, hasta nueva orden.

Bueno, pues ahí cometí el primer error grave de la noche …

Estaba todo muy oscuro. Ahí, parada, comencé a sentir frío y esos minutos de espera se me hicieron muy largos, tanto que decidí moverme unos pasos para poder tener más visibilidad y curiosear por dónde andaba Raúl. En esos segundos, debí dar un tirón a la cuerda sin querer. Raúl me gritó desde arriba, enfadado, porqué al moverme yo, le di un tirón a él cuando todavía no estaba asegurado.

Unos minutos después, Raúl me dijo que ya podía subir, pero me pareció que lo decía en un tono duro, como enfadado. No lo oía muy bien y mi vista tampoco alcanzaba a verlo en la oscuridad. Recuerdo que pensé: ¿Subir? ¿Cómo? ¿Por dónde? Y le pregunté a Raúl: ¿cómo lo hago? ¿oye Raúl, pero tu no bajas conmigo y subimos juntos?

Raúl sabía perfectamente que mi nivel en la montaña era bajo, y yo había notado el día anterior cómo no le agradaba demasiado la idea de tener que subir con una novata, dando por hecho que no llegaríamos a la cima. Él había llegado por la tarde y me podía haber explicado al menos, cómo se utilizaban los piolets, pero no lo hizo, y cuando le pregunté si podía hacerlo, me dijo que no era difícil. Creo que él pensó que, llegados a ese punto de la ascensión, le diría que quería volver al refugio. Pero no fue así.

Insistí con la pregunta a Raúl: ¿Cómo subo? Me dio unas instrucciones básicas y con eso me las apañé. Pero gasté muchísima energía.

Estaba nerviosa, cansada y mis movimientos eran lentos y torpes y sentía que el hielo estaba extremadamente duro.

No podía parar de pensar que, si colocaba mal un pie o no clavaba bien el piolet, caería al vacío. Pero Raúl me decía que eso no podía pasar porque estaba atada a él y que era imposible que eso sucediese. Puse la mente en blanco y me dije a mi misma Laura, ¡venga!

Llegué arriba de la pendiente totalmente exhausta y lejos de recibir unas palabras de ánimo o de felicitación, al llegar al final de esa pendiente, recibí palabras de enfado de Raúl: Laura, te dije que no te movieras de la roca hasta que yo te diera una señal, y te has movido antes, cuando yo aún no había asegurado la cuerda. Eres una inconsciente que has puesto en peligro tu vida, pero también la mía. No tienes ni idea de cómo es de peligrosa la montaña. Esto no es un juego.

Me sentí mal porque era obvio que había sido un grave error por mi parte, pero también sabía que no había sido por ir de lista sino por pura ignorancia.

Raúl propuso volvernos hacia el refugio porque decía que me veía muy cansada. Y era cierto, sobretodo en ese preciso momento después del esfuerzo que había realizado y la bronca que había recibido. Pero sobretodo noté de repente un agotamiento psicológico, sin el apoyo de mi guía, del cual dependía totalmente, que me estaba dando un rapapolvo en esos momentos complicados cuando lo que hubiese necesitado eran unas palabras de ánimos.

No quería volver con esa mala sensación. Así que bebí agua, le cogí una mano y mirando a Raúl a los ojos le pedí perdón y le dije que quería continuar. Que ya lo hablaríamos abajo pero que, por favor, me ayudase en ese momento a continuar, porque no quería bajarme con esa mala sensación. Se dio cuenta de que necesitaba su apoyo, y asintió con la cabeza y susurró unas palabras de ánimo que me reconfortaron.
Cuando estábamos a punto de proseguir la marcha, le dije una frase en tono de broma: -A ver Raúl, no te olvides que … ¡el cliente siempre tiene la razón!

Seguimos la marcha, y una hora después empecé a notar que me quedaba sin aire en los pulmones. No sentía demasiado dolor de cabeza por el mal de altura, pero si percibía que algo no iba bien, puesto que necesitaba parar a descansar cada dos o tres pasos. Cuando caminaba no se podía escuchar el silencio, solamente mi respiración, desacompasada y fuerte.

Eran las 4 de la madrugada. Hacía 5 horas que habíamos salido del refugio, pero mi cuerpo empezaba a no dar más de si… y Raúl lo notó.

En esa ocasión me habló bien, con dulzura y tranquilidad y me sugirió, una vez más, que regresáramos. No quería … recuerdo que le decía: Un poquito más Raúl …. Sentía que el sueño de llegar a la cumbre se esfumaba … Y él me decía Laura, no vas a llegar arriba. Hemos gastado demasiado tiempo para llegar hasta aquí, no nos daría tiempo de llegar a la cumbre antes de las 7h (que era la hora límite), y además tienes que guardar energía para bajar, y ahora mismo veo que ya no te quedan fuerzas. Lo primero es la seguridad, volvamos.

Insistí una vez más, y me dejó seguir. Pero tan solo unos minutos después, nos encontrábamos en medio de un glaciar con puro hielo, y recuerdo que por cada paso hacia adelante que daba, me resbalaba dos hacia atrás … sentía mucha impotencia, muy poca fuerza, … en esos momentos miré hacia arriba y fue cuando me di cuenta de que no podía seguir más. Pregunté a qué altura estábamos y me dijo que a unos 5900. La cumbre estaba a 6263m, muy lejos de donde estábamos.

Y entonces fui yo la que le dije a Raúl: Raúl no quiero seguir más. ¿Nos vamos?
-Claro que sí Laura, volvemos.

Al deshacer el camino andado volví a pasarlo mal. Es cierta esa frase de que todo lo que sube, baja, … la pared que tanto me había costado subir con los piolets, ahora tenía que bajarla y obviamente, para hacerlo también hay una técnica, la cual era del todo desconocida por mi hasta ese preciso instante.

Recuerdo que cuando Raúl explicaba cómo había que bajar, le contesté: oye Raúl, que yo tengo vértigo. Se puso a reír y me dijo: ¡qué desastre! Pues menos mal que estás bajando a estas horas que todavía es de noche, porque si llega a salir el sol y ves por donde estás bajando, no lo bajas.

Llevaba el frontal en la cabeza y me dio por mirar más allá de lo que tenía enfrente. Era puro precipicio. Fue justo en ese momento cuando me di cuenta de la locura que había hecho solamente por el capricho de querer hacer una cima el día de mi cumpleaños.

¡Una inconsciente!

Aún así, le pedí a Raúl en la bajada, que me hiciera alguna fotografía para inmortalizar aquellos momentos únicos para mi, simulando que estábamos ascendiendo. Supongo que, si tuve fuerzas para sonreír en la fotografía, es que en realidad no estaba tan mal …

El resto de camino para bajar, lo hicimos a paso ligero, aunque de vez en cuando, las rodillas me fallaban.

Amanecía cuando llegábamos al refugio. El día estaba claro y despejado y Raúl aprovechó para decirme que era una pena no haber llegado a la cumbre porque había tenido mucha suerte con la climatología. Nada de viento, ninguna nevada, no había hecho demasiado frío, nada de niebla, … pero no pudo ser … y no por poco, sino por mucho.

Pero que quería … el Chimborazo resultó ser demasiado técnico para mi.

Al llegar al refugio parecía que los chicos que lo regentaban nos estaban esperando. Seguramente todos pensaban que no iba a llegar a la cumbre. Es más, reconocieron que esperaban verme de madrugada regresando al refugio y se llevaron una grata sorpresa cuando nos vieron aparecer al amanecer. Tuve una bonita acogida y les explicamos entre risas, el enfado que tuvimos Raúl y yo durante el camino. Nos dimos un abrazo y quedó claro que lo que pasa en la montaña, se queda en la montaña.

Sentía mucha pena por no haber logrado algo que me había propuesto. Por suerte, Iván me mandó las fotografías que habían hecho ellos el día anterior, y aunque obviamente no fue lo mismo que haber estado, durante unos segundos me dejé llevar por la imaginación, pensando que había estado allí.

Llegué a mediodía a Riobamba de regreso de la ascensión al Chimborazo. Me sentía cansada, feliz, triste y decepcionada a la vez. Una sensación muy extraña.

Nada más entrar a la recepción del hostal donde estaba alojada, el chico de la entrada me preguntó: ¿Cómo son las vistas desde arriba del todo del Chimborazo? No las vi, le contesté, con una media sonrisa, y el ceño fruncido. Entonces desenfundó la segunda pregunta: ¿Disfrutaste la experiencia? Sin duda alguna, le contesté. Al máximo.

Estaba cansada. Supongo que fue el bajón físico y sobretodo psicológico. Quise darme una ducha para ahuyentar los pájaros de la cabeza y a continuación me estiré en la cama.

Empecé a contestar los mensajes de felicitación por mi cumpleaños, ya que en el refugio no había cobertura. Mientras estaba respondiendo los mensajes, me quedé profundamente dormida.
Desperté a media tarde, sin saber ni dónde estaba ni qué hora era. Vi la mochila en el suelo, y reaccioné enseguida.

Para esas horas mi estómago comenzó a reclamar atención y salí a cenar algo. No estaba especialmente comunicativa y me sentía malhumorada. Tampoco había tenido esa sensación ningún otro día en todo el viaje, y me extrañó sentirme así, pero ni tan siquiera quería remediarlo.

Por la noche tocaba mirar el mapa y pensar hacia dónde quería dirigirme en los próximos días. Debía pensarlo bien, puesto que se acercaba ya la parte final del viaje, y me quedaban solamente 8 días para regresar a casa.

En ese momento pensé que había aún muchas cosas por ver, y tuve dudas sobre si hacer lo que se suponía que tenía que hacer para poder conocer mejor el país, o hacer lo que verdaderamente me apetecía, que era no moverme de donde estaba y quedarme tirada en la cama, sin más.

Tiré de sensatez, y opté por la primera opción.

Con las prisas de llegar al Chimborazo para mi cumpleaños, me había saltado una parada obligada en el camino: Baños, muy conocida por sus deportes de aventura y su ambiente desenfadado.

Así que decidí dirigirme hacia Baños con la idea de, a continuación, llegar hasta el Amazonas.

Visitando esos dos lugares, ya tenía pensado gastar prácticamente todos los días que me quedaban de viaje.

Pero las cosas no salieron tal y como planeé. ¿Por qué de repente todo me salía mal?

Seguramente porque mi actitud no fue la correcta y por primera vez en el viaje, como te decía hace un momento, me dejé llevar por el malestar provocado por los contratiempos y por el agotamiento acumulado.

Llegué a Baños de Agua Santa y diluviaba. Viajar a Baños es viajar al turismo de naturaleza y aventura en Ecuador. Dicen los lugareños que allí, la vida es inesperada, hermosa y trágica. Las tres cosas a la vez. Recuerdan la erupción del Tungurahua de hace unos años, que no se llevó por delante a toda la población de milagro. La avalancha de lava y lodo se fue por un valle contiguo y Baños se libró por muy poco de la catástrofe. Dicen que no es fácil vivir al lado de un volcán activo de 5.000 metros, pero que mientras está dormido, allí se vive bien. Seguía fascinándome la sonrisa de los ecuatorianos, siempre dulces, siempre agradecidos.

Baños se encuentra en un valle formado por la confluencia de los ríos Pastaza y Bascún. Se trata de un lugar de naturaleza salvaje, de abismos salpicados de cascadas, de barrancos cubiertos de selva y de ríos que crecen con el deshielo de los glaciares andinos. Es el sito perfecto para hacer deportes de aventura: bicicleta de montaña, rafting, tirolinas, excursiones a la selva, ascenso a los volcanes, puenting, vías ferrata, …

Es por eso que allí hay hoteles de todo tipo, restaurantes y agencias de viajes en cada esquina.

Me instalé en un hostel repleto de gente joven con ganas de fiesta y diversión. Me recordó al ambiente que había encontrado en Cuzco, Perú, la primera semana de ese viaje. Un ambiente que en aquel momento me pareció perfecto y que supe disfrutar y aprovechar desde el primer minuto, pero que en esta ocasión, en Ecuador, no me apetecía para nada. Aún así lo intenté, intenté relacionarme con esa gente amable y simpática.

Enseguida me apunté a una excursión en bicicleta de 20 km en la que, tras dejar atrás la hidroeléctrica, pude contemplar un cañón de barrancos entre paredes selváticas salpicadas de cascadas. También disfruté de ver a lo lejos las tirolinas y escuchar los gritos y risas de aquellos que se divertían con esa actividad.

Por la tarde tomamos un autobús destartalado que nos llevaría hasta el columpio de la Casa del Árbol, un lugar muy típico de Baños en el que puedes actuar como un niño, sintiéndote feliz, haciendo algo tan infantil como columpiarte mientras disfrutas de un entorno tan maravilloso.

A la mañana siguiente acompañaría a unos jóvenes muy osados a hacer puenting. Es muy probable que, en otro momento del viaje, mi estado de ánimo me hubiese impulsado también a tirarme, pero no me apeteció para nada en ese momento, así que no lo hice. Ya había vivido suficientes emociones fuertes a lo largo del viaje … Lo que si hice fue tirarme en tirolina. Una actividad que tampoco había probado hasta ese momento y que me pareció realmente divertida; a lo largo del recorrido pude ver idílicas cascadas entre montañas y fue una buena descarga de adrenalina.

Hasta ese momento el cielo desprendía una luz blanca tamizada y fría que quitaba el color al resto de escenario. Se anunciaba tormenta. Justo después de tirarme en tirolina volvió a llover torrencialmente y sentí que era momento de cambiar de rumbo. Lo que podía seguir ofreciéndome Baños, con la inclemencia del tiempo, no me interesaba para nada. Y decidí dirigirme hacia el Amazonas. Lo podía haber visitado estando en Perú o en Bolivia, pero por la dinámica del viaje, no lo había hecho.

Tomé un autobús hasta Puyo durante 1 hora y media. No paró de diluviar en todo el trayecto y tampoco paró al llegar a destino.

Seguía estando destructiva conmigo misma y empecé a dudar de todo: de mi capacidad para afrontar problemas, de mi valentía, de mi capacidad para tomar decisiones, para relacionarme … vamos… estaba irreconocible … fue el primer momento en todo el viaje en el que hubiese necesitado un abrazo. Un abrazo de los buenos. Un abrazo que sabía que no iba a aparecer en ningún momento.

Tres días después, seguía sintiendo mucha decepción por no haber podido hacer cumbre en el Chimborazo.

Si, lo sé, no era nada fácil y lo más lógico era que no lo consiguiese, pero no lo supe gestionar mejor en ese momento. A día de hoy me río de como pude reaccionar así … que más daba hacer cumbre o no. Lo importante fue la suerte que tuve al poder disfrutar de esa experiencia y sobretodo el hecho de volver sana y salva a casa.

Al llegar a Puyo busqué un lugar donde pasar la noche y allí aproveché para preguntar sobre cómo podría hacer para contratar una excusión en el Amazonas durante tres días. La respuesta fue que tendría que esperar un par de días porque había una previsión de lluvia muy fuerte durante las dos siguientes jornadas y no era recomendable hacer la excursión con ese temporal. ¿Dos días? Pensé…no tengo dos días para esperar y luego hacer tres días de tour…se me acaba el tiempo para estar en Ecuador, ya que el vuelo de vuelta a España lo tenía desde Lima, en Perú.

¡Qué desastre! Había ido hasta allí para nada… Y mi sueño de conocer el Amazonas se esfumaba. Lo había dejado pasar en Perú, en Bolivia, y ahora también en Ecuador. También lo había dejado pasar en Brasil cuando fui a conocer ese país en el 2008.

Hoy en día aun tengo esa espinita clavada por no haber podido disfrutar de los espectaculares amaneceres y atardeceres del Amazonas. De momento se queda en la lista de cosas pendientes, pero algún día, algún día …
Tenía que tomar una decisión precipitadamente … Allí no había absolutamente nada que hacer. Por la mañana volví a coger un autobús, esa vez, haciendo parada en Cuenca. No tenía pensado visitarla por falta de tiempo, pero había leído que era una ciudad con encanto. Así que eso fue lo que hice.

Al llegar a Cuenca, el sol brillaba con todo su esplendor y de repente mi estado de ánimo cambió.

Después de tres días muy malos, con un humor de perros e incluso con la sensación de no saber muy bien qué estaba haciendo yo sola viajando, por fin volvió a aparecer la sensación de tranquilidad y paz dentro de mi; volvió a aparecer la chica alegre, risueña y divertida que era.

Cuenca me encantó. Fui a parar a un hostel muy acogedor, muy colonial, como lo eran las instalaciones del alojamiento y toda la urbe en general.

La ciudad de Cuenca es muy antigua. Repleta de edificios religiosos, con sus más de 50 iglesias, fue declarada patrimonio de la UNESCO en 1999 y me pareció un lugar perfecto para caminar con total tranquilidad y seguridad.

Disfruté del centro histórico y también del otro lado de la ciudad, cruzando el Río Tomebamba. En el hostal conocí a un chico, Santiago, que me dijo que, si quería, me enseñaba la ciudad por la tarde, en cuanto acabase su jornada laboral. Decidí no declinar su proposición y me alegré de no haberlo hecho. Santiago era un chico encantador y me contó muchas cosas sobre la ciudad mientras subíamos al mirador del Turi, en una relajada caminata de 5km. Supongo que, al tener un anfitrión en la ciudad, me pareció una ciudad más afable.

Al anochecer visitamos la Calle Larga, repleta de bares, cafés y restaurantes, con un estilo muy particular.

Finalmente acabamos de vuelta al hostel donde nos reunimos con otros huéspedes, entre ellos, mis compañeros de habitación: una pareja de argentinos y un chileno, que junto a algunos trabajadores del hostel, pasamos la noche jugando al UNO y degustando una bebida típica de allí, el Zhumir, aguardiente de caña. Tuvimos muchos momentos de risas y me alegré muchísimo de haberme dejado llevar por lo que se supone que te regalan los viajes.

Por la mañana seguí disfrutando de los paseos por Cuenca, sintiéndome otra vez como la chica que soy, y alejando esos fantasmas y esa pájara que había estado acechándome durante los tres días anteriores.

Por la noche decidí ir al cine. En esa ocasión, si que recuerdo perfectamente la película que vi: IT. Lo recuerdo porque de regreso del cine al hostel, fui a pie, y estaban las calles oscuras y en silencio, y no paré de mirar atrás, vigilando que no apareciese el payaso de IT, en cualquier momento…

A la mañana siguiente pondría rumbo hacia Perú. Me quedaban solo cuatro días para volver a España y pensé que unos días en la playa de Máncora, me ayudarían a acabar de cargar pilas. El autobús, después de tres horas, me llevaría hasta Machala, todavía en Ecuador, y allí tomaría otro autobús hasta Tumbes, ya en la frontera con Perú.

Fue justo en esa frontera, en la aduana donde conocí a un grupo de venezolanos que se habían visto obligados a abandonar su país para poder sobrevivir a la grave situación que se estaba viviendo en Venezuela en ese momento.

Tal y como te conté en capítulos anteriores, durante mi viaje a Perú, Bolivia y Ecuador, en esos 45 días, había una serie de manifestaciones diarias por temas de educación, que provocaban que, en las fronteras, sobretodo, se vivieran situaciones un poco tensas.

La cuestión es que el nuevo autobús que debíamos tomar en Tumbes con destino a Lima, acabó por no salir.

Tras unas horas de incertidumbre, uno de los chicos venezolanos vino a buscarme y me dijo que habían encontrado un autobús que tenía algunas plazas libres y que no le importaba que nos subiéramos si le pagábamos la cantidad de 30 dólares por persona. Era un autobús con destino a Chile, que había salido de Bogotá, en Colombia.

Uau…. Y yo me quejaba a veces de los trayectos largos que había llegado a hacer en autobús…

Le comenté al chófer que yo me bajaría en Máncora, a dos horas de Tumbes, y me dijo que por ese trayecto no me cobraría nada. Los venezolanos se bajarían en Lima, a 20 horas de Tumbes.

Subimos al autobús, creyendo ser afortunados. Y cuando arrancó, cual fue nuestra sorpresa … Nos encontramos un autobús repleto de gente, en el que no cabíamos todos sentados, con un olor a orín, que incluso ahora mismo, solo de recordarlo, me vienen arcadas, un montón de niños pequeños llorando, el aire acondicionado puesto a una temperatura que era para acabar congelado, y una velocidad máxima de 60 km/hora… un panorama alucinante… lo más sorprendente de todo es que aquellas personas venían en esas condiciones desde Bogotá, y llevaban en ese autobús casi dos días, ya que además habían sufrido una avería a mitad de camino…

Durante el recorrido, las chicas venezolanas empezaron a decir, que no veían posible hacer el trayecto entero hasta Lima en ese autobús, en esas condiciones. Así que me preguntaron cuál era mi plan. Les expliqué que iba a pasar mis últimos dos días de viaje en Máncora, un lugar con playa, en un hostel de la misma franquicia que el hostel en el que había estado en Cuzco, el Loki.

Supongo que cualquier plan era más apetecible que el de quedarse en aquel autobús. Así que decidieron que se bajarían conmigo en Máncora a pasar esos dos días y después proseguirían su camino hasta Chile.

Al bajar del autobús en Máncora los venezolanos no estaban dispuestos a darle el dinero acordado. El chófer les dijo que tenían que pagar algo de dinero, aunque no los llevase hasta Lima, ya que habían sido ellos los que habían decidido bajarse antes de lo previsto. Desde el primer instante vi claro que los venezolanos no iban a pagar absolutamente nada.

El problema era que ellos iban cargados con maletas y las tenían en el maletero del autobús así que el chófer se negaba a abrir el maletero si no pagaban. Por mi parte, estaba tranquila, ya que mi mochila la había subido conmigo al autobús.

Los venezolanos amenazaron al chófer con llamar a la policía. Le dijeron que denunciarían el estado en el que estaban yendo los ocupantes de su autobús. Así que al chófer no le quedó otra que devolver las maletas y proseguir su camino.

En Máncora cogimos dos habitaciones, una para los chicos, y otra para las chicas. No se podían creer que aquel hostel con piscina y con todo tipo de servicios pudiese costar solamente 10 euros. Ping pong, dardos, piscina, un bar increíble, unas habitaciones modernas e impolutas, la playa a dos minutos, solecito, diversión, relax, … ¿qué más se podía pedir para acabar unas vacaciones?

Durante esos dos días encontré jóvenes que regateaban más que yo, y eso era digno de ver. Imagínate como era el plan de los venezolanos, que a mi me llamaban la ricachona…a mi…, que llevaba 45 días recorriendo Sudamérica con una mochila a cuestas, y la gran mayoría de noches había compartido habitación con otras personas para abaratar costes…

Me fascinó su historia. Llevaban la tristeza y la incertidumbre marcada en los ojos, pero a la vez la esperanza de poder regresar a su país en tiempos mejores.

Tomé un autobús con destino a Lima durante 15 horas, en las que tuve tiempo de dormir y pensar y recapacitar sobre el viaje. Muchas experiencias nuevas, muchas sensaciones, muchos aprendizajes sobre la vida y sobre mi misma. Estaba emocionada, alegre, feliz, satisfecha, orgullosa, agradecida, …

Desde la estación de autobuses tomaría un colectivo que me dejaría en los alrededores del aeropuerto. Con una sonrisa de oreja a oreja entré en el aeropuerto, y con unas cuantas horas por delante hasta la hora de que despegase mi avión, visité unas cuantas tiendas, me cambié de ropa, y me dirigí a la zona de embarque, donde pondría fin a mi viaje, haciendo escala en Costa Rica y Ámsterdam, antes de por fin, llegar a Barcelona, donde me esperaba mi padre, que fue a recogerme, para mi sorpresa, ya que mi costumbre era empezar y terminar los viajes totalmente sola.

Allí estábamos mi mochila y yo, de vuelta a casa.

Lo tengo que decir una vez más … Soy muy afortunada… ¡siempre lo fui!

45 días de viaje muy completos en los que visité una de las maravillas del mundo: el Machu Picchu, anduve por el Camino del Inca, recorrí en bicicleta la Carretera de la Muerte, conocí el Salar de Uyuni, el Valle de la Luna, buceé en las Galápagos avistando al majestuoso tiburón martillo y bailando bajo el agua con los lobos marinos, viví el aviso de un sunami, estuve en La Mitad del Mundo, tuve noches de diversión y risas, también momentos de miedo y desconcierto, conocí al bondadoso señor Marcelo, sentí la decepción que se siente al no hacer cumbre en el Chimborazo, recorrí Sudamérica en autobús, aprendí de los ciudadanos del mundo, conocí un poco más mis interioridades, …

Mi mente volvió a casa un poco más abierta y tolerante, con los demás y conmigo misma.

En fin, … disfruté de las oportunidades que te regala la vida cuando te atreves a vivirlas, cuando confías en que todo lo bueno, te puede suceder a ti.