Había escuchado muchísimas veces que viajar a India te cambiaba la vida.

Voy a ser sincera, y te diré que a mi, no me la cambió. No sentí un cambio trascendental en mi vida, pero si me ayudó a entenderla y a valorarla, todavía más.

Llevaba mucho tiempo queriendo viajar a India, y ya tenía un largo recorrido de experiencias viajando sola como mochilera, pero mis miedos y prejuicios hicieron que fuese retrasando esa aventura.

No sabía si estaba preparada para ver tanta pobreza, para soportar tanta suciedad y para viajar sola a un país repleto de hombres de mirada curiosa.

Finalmente, en agosto de 2018 decidí dar el paso.

Tenía 45 días de viaje por delante y la India me parecía un destino fantástico en el que poder perderse sin prisa. La decisión final que me impulsó a elegir ese destino, fue ver una oferta en el precio del billete del avión: 270€.

Había leído algunas cosas sobre India y aunque no tenía la certeza de si estaba realmente preparada para afrontarlas, comprenderlas y disfrutarlas, la curiosidad se impuso a la razón.

Viajar sola con un presupuesto de mochilera, ya era toda una aventura. Hacerlo en un país como India, prometía.

Mi intención inicial era recorrer India, empezando por Nueva Delhi, subir hacia el norte, después bajar hasta Bombay y Goa para finalmente, acabar de llegar a la parte sur del país, que según me habían dicho, era más relajado que la parte norte.

Esa era mi intención, pero como irás viendo, eso no fue exactamente lo que acabó sucediendo. Y es que son bien ciertas las frases: “uno sabe dónde empieza, pero no dónde acaba”, y “nunca es cómo se empieza, sino cómo se acaba”.

Llegué de madrugada al aeropuerto de Nueva Delhi. Y lo primero que sentí fue una bofetada de calor abrasador, seguido de una mezcla de olores desagradables, acompañado todo ello de un ruido de claxon permanente. La confluencia de esa combinación no iba a desaparecer en ningún momento de mi viaje en India, pero yo todavía no era consciente de ello.

El olor a podredumbre de la fruta madura, las alcantarillas, los excrementos (humanos y de animales), todo ello, formaba parte de la esencia de India. Y lo intuyes antes de llegar, pero ni por asomo se asemeja a lo que acaba siendo en realidad.

Una de las imágenes que más me impactó en India fue precisamente a mi llegada a Nueva Delhi, de madrugada. El taxista estaba dejándome cerca de la calle donde se encontraba el hostel donde me alojaría. Al pasar por esas calles vi cuerpos totalmente inertes y desnudos en el suelo. No pude evitar hacerle la pregunta: “¿Están vivos?” El taxista me contestó con total normalidad: “algunos si, otros morirán durante la noche. Por la mañana lo puedes saber”.

Eran las 3 de la madrugada cuando llegué al hostel. La habitación estaba totalmente a oscuras, así que no pude ni comprobar el estado de salubridad de la cama. Era una habitación para 4, con dos literas. Me tocó dormir en una de las de arriba. Las dos de abajo estaban ocupadas por dos chicas más. Una china y una holandesa.

Por la mañana desperté y la chica asiática ya no estaba. Con la holandesa intercambiamos 5 minutos de conversación en los que me decía que ya estaba en sus últimos días de viaje por India y me habló de lo duro que había sido, a la vez que gratificante.

Al irse la chica holandesa, me detuve detenidamente a mirar cómo era la estancia en la que me encontraba, dándome cuenta que era una habitación mucho más pequeña, sucia, roñosa y destartalada de lo que había percibido por la noche. Tampoco podía esperar demasiado, pagando dos euros y medio diarios.

Pude comprobar que hubiese sido mejor dormir dentro del saquito de tela que llevaba en la mochila, pero estaba tan cansada que caí rendida en cuanto me tumbé en la cama.

Después de un largo viaje siempre te apetece darte una ducha, pero viendo las condiciones de ese baño.. A una se le quitaban las ganas.

En ese momento hice un ejercicio mental que repetiría a lo largo de todo el viaje. El ser humano puede acostumbrarse a todo, así que tocaba acostumbrarse a la suciedad. En realidad, no es que estuviese sucio, más bien era mugriento.

Sea como fuera, esa ducha me sentó muy bien.

Tardé pocos días en darme cuenta que, en India, el punto débil de los alojamientos, siempre era el baño…

También tengo que decir que la humedad y el calor de India hacen que a los dos minutos de haberte duchado, tengas la sensación de necesitar otra vez una limpieza.

Salí del hostel con intención de inspeccionar la zona. Me había alojado en el barrio mochilero Paharganj, donde sus calles parecían un mercadillo continuo.

 

Desde ese momento, algunos hindúes, intentarían estafarme. Había leído un blog de una pareja en el que advertían sobre eso. A ellos nada más llegar al aeropuerto les estafaron. Les dijeron que acababa de haber un atentado en la zona de la ciudad donde tenían su hotel contratado, pero que no se preocupasen que ellos les llevaban a otra zona segura pagando poca diferencia de dinero.

Juegan con tu desubicación al llegar, con tu desconocimiento del país y, sobretodo, con tus miedos.

Cuando estaba yendo hacia el metro se me acercó un hombre para avisarme que no era seguro ir en el metro. Según él, acababa de pasar algo grave. Lo ignoré y poco después repitió lo mismo otro hombre más joven. Esta operación se repitió hasta 4 veces en mi trayecto del hostel hasta la entrada del metro. Yo soy muy empírica, así que decidí ir a comprobarlo por mi misma. Me parecía muy raro el comportamiento de esos hombres. Ya comenté en alguna historia anterior que cuando estoy de viaje y alguien se me acerca

sin que yo haya hecho el primer gesto, por lo general no suelo fiarme. No es que no crea que exista gente buena por el mundo, pero normalmente las personas van a su aire por la vida y ayudan cuando alguien les pide su ayuda; no se suelen acercar porque sí.

Bajé a la estación de metro. Todo parecía normal, así que por 25 céntimos compré mi “TOKEN” (billete) y me subí en el vagón para mujeres. Fue una muy buena decisión elegir el metro como transporte para moverme por la ciudad. No me apetecía tener que negociar precios con los conductores de los taxis o los rickshaws y pensé que sería una manera más rápida y segura de moverme por allí. No me equivoqué. El metro era totalmente eficiente, barato e incluso ¡limpio!

En Nueva Delhi estuve 2 días. Había llegado sin prisas y probablemente hubiese podido estar más días pero, esa ciudad es realmente caótica y agotadora… Aún así, no puedes perdértela si quieres conocer India en profundidad. Supongo que es dura también porque es la ciudad de llegada, en la que todo lo nuevo de ese país no deja de sorprenderte. Debes aprender a esquivar rickshaws de la misma manera que debes aprender a sortear las vacas y sus excrementos esparcidos por todas partes. También debes acostumbrarte a chocar permanentemente con personas por todas partes.

El aprendizaje en Nueva Delhi, te sirve para los demás lugares que visites en India. Es un muy buen entrenamiento.

Y es que India es uno de los países más grandes del mundo, con 3.287.259 km2 y una población de 1.352.617.328. Así pues, es también uno de los países más poblados del mundo con 411 habitantes por km2.

Solamente en Nueva Delhi, hay aproximadamente 18 millones de personas. Una ciudad en la que el recorrido total del metro es de 296 km.

Esa gran cantidad de población autóctona hace que, aunque en India haya muchos turistas, acaben pasando totalmente desapercibidos en algunos lugares. Por ese motivo, tampoco coincidí con demasiados extranjeros a lo largo de mi viaje.

Durante esos dos días, en Nueva Delhi, aproveché para visitar los lugares más relevantes de la ciudad: el fuerte rojo, la mezquita Jama Masjid, el mercado tradicional Chandni Chowk, la puerta de la India, el Templo de Loto, el Qutab Minar y la Tumba de Humayun.

En alguno de esos lugares llegué a encontrar, incluso, un poco de calma y paz.

Y es que India es puro contraste. Por eso puedes odiarla y amarla con tan solo unos minutos de diferencia. Tiene algo que no puedes soportar, pero a la vez, te atrapa. Y eso, solo ocurre en India.

En dos días acabé saturada de ruido y muchedumbre, por lo que decidí poner rumbo hacia el norte, concretamente a Amristar.

Sería mi primera experiencia en tren por India. Era un tren nocturno, con unas siete horas de viaje por el módico precio de 3 euros. Escogí la categoría buena supuestamente, en la que te correspondía hasta el lujo de las sábanas y pude comprar el billete para la cama de arriba.

Escogí esa cama pues había leído que en India, los chicos son muy curiosos y cabía la posibilidad de despertarme y tener la mirada clavada a menos de un palmo de mi cara. En siete horas no tuve el valor de ir al baño. El olor a orín era tan fuerte estando tumbada en la litera de arriba, que no quise comprobar cómo sería en el propio baño del tren. Aún así, reitero: ese fue un buen tren, comparado con otros a los que me subiría días posteriores.

En India, una de las cosas que más me fascinó fue la fantástica convivencia entre las diferentes religiones que confluyen en el país. Por una parte tenemos el hinduismo, que es la primera religión del país (con un 80% de la población, unos 827 millones de fieles), a continuación, le sigue el islam (con un 14%). La tercera religión más potente es el cristianismo (siendo un 2% de la población) y la cuarta, el sijismo. Después le seguirían los budistas, los zoroastristas, los judíos y los jainistas, en menor medida.

Fui a Amristar porque había leído que allí había un templo de peregrinación para los sijes, el Templo Dorado.

Y efectivamente, es (sin ninguna duda) uno de los lugares espirituales más mágicos en los que que jamás haya estado.

El sijismo es una religión originaria de india nacida de las disputas entre musulmanes e hindúes. Concretamente es la sexta religión del mundo, con más de 30 millones de seguidores y en esa zona de la India, es la religión mayoritaria.

Fue una religión que a mi, personalmente, me simpatizó desde el primer momento. Busca propagar la armonía religiosa, trabajar por la paz y ofrecer liberación espiritual.

El Templo Dorado está abierto las 24 horas al día, los 365 días del año. La entrada es gratuita e incluso puedes dormir en su interior, aportando un donativo. También dan de comer gratuitamente.

Al entrar debes cubrirte la cabeza con un pañuelo, dejar tus zapatos y lavarte los pies a la entrada en unas pequeñas piscinas en las que corre el agua. A continuación, te encuentras con un patio cuadrado en el que hay un lago y, en el centro, el Templo Dorado.

A mi ese lugar me atrapó. Me fascinó.

Así que me instalé allí para pasar un par de días.

Vi que había un lugar reservado para que pudiesen dormir los extranjeros, prácticamente todos mochileros. La capacidad era para unas 15 personas y cuando yo llegué estaba todo lleno, así que decidí quedarme a dormir en el exterior, como estaban haciendo los peregrinos. Me pareció un lugar seguro e incluso acogedor.

 

Quise visitar el Templo de Oro pero había muchísima gente. Aún así decidí hacer la cola. Diferenciada para hombres y mujeres. Hacía muchísimo calor y recuerdo que a ratos quedaba engullida por la muchedumbre. Hubo un momento en el que sentí desmayarme y una mujer me dio un vaso de agua. No fui yo la que bebió. Fue mi

subconsciente. Yo sabía que estaba terminantemente prohibido beber agua que no fuese embotellada en India, pero el caso es que lo hice … Y eso conllevaría graves consecuencias…

La espera, los empujones y los calores valieron la pena para lo que pude disfrutar en el interior del Templo de Oro. Aunque fuese una visita rápida y escueta, fue necesaria para entender ese halo místico y espiritual que se respiraba en el Templo.

La gente allí parecía encantadora. También es cierto que me sentía un poco como una atracción de feria, porque, entre tanto pelegrino, éramos pocos los turistas que estábamos allí y a ellos les llamamos mucho la atención. Muchos eran los que se me acercaban para pedirme tímidamente si se podían hacer una foto conmigo.

A media tarde fui a los comedores, donde daban de comer a más de 25.000 personas al día. Una de las cosas que más me impresionó era la organización que tenían. Todo estaba perfectamente limpio y no paraba de oírse el ruido de los platos chocando entre ellos para ser limpiados en la parte trasera de la cocina.

Una bandeja con arroz, lentejas y pan. No sé si era porque tenía mucha hambre, pero me pareció una buena comida.

Por la noche volvería a dar la vuelta al patio para contemplar el Templo de Oro iluminado y ver como algunos de los pelegrinos se bañaban en las aguas del estanque.

También recorrí las calles de los alrededores del templo, mucho más concurridas a esas horas que por la mañana.

Esa noche dormí a la intemperie, junto a un montón de feligreses. Al despuntar el sol todo el mundo recogía sus cosas del suelo y a golpe de manguera, llegaba el momento de limpiar el pavimento.

Mi plan para ese día era contemplar el amanecer junto al Templo Dorado y por la tarde ir a ver la ceremonia que se celebraba en la frontera entre India y Pakistán, en Attari. En realidad, no dejaba de ser un espectáculo a modo de farsa nacionalista, en el que los soldados de uno y otro lado abren la puerta de la frontera y desafían a los del otro país, todo eso dando gritos de manera amenazante mientras hacen aspavientos y desfilan con un estilo bastante peculiar. Esa representación servía para aliviar las tensiones reales que existen entre esos dos países, India y Pakistán.

Pero mis planes de ir a Attari se verían truncados por un motivo de fuerza mayor.

A media mañana comenzaría mi pesadilla. Mi estómago no dejaba de sentir unos agudos retortijones. Cada vez iban a más y cada vez me sentía más débil. Y comenzaron mis visitas a los baños de manera asidua y los mareos y los dolores de cabeza. Estuve una hora tumbada en el suelo y finalmente, me dirigí a un hombre sij, que se encontraba en las habitaciones reservadas para extranjeros, para explicarle lo que me pasaba. No lo dudó ni un instante y rápidamente montó una cama improvisada para mi. La preparó en la entrada, junto a su mesa y su silla. Era un hombre con cara de buena persona, le faltaba el brazo izquierdo y no hablaba. Siempre asentía con la cabeza. A parte de eso, soy incapaz de recordar nada más en las siguientes 48 horas.

Lo siguiente que recuerdo fue ver a dos chicos españoles, Marc y Miguel, en el borde de mi cama, preguntándome como me encontraba. Y un médico hindú, de pie, mostrándome un arsenal de pastillas sueltas en su mano, sugiriéndome que tomarlas era la solución a todos mis males.

Los chicos españoles me explicaron que habían estado allí desde el día en el que yo pedí ayuda al manquito y que éste había estado poniéndome un ungüento en la barriga 3 veces al día, que, aparente y sorprendentemente, ellos creían que era lo que me estaba curando. Le di al doctor las gracias por su visita, pero que preferí no tomarme esas pastillas sin saber lo que eran.

Pregunté si había estado en la cama todo ese tiempo y con una sonrisa de oreja a oreja me dijeron: “Si, todo el rato menos cuando te levantabas corriendo para ir al baño. Parecías un zombie ¡No te puede quedar nada dentro!” me decían riendo.

Estaba tan chafada en ese momento que no pensé ni en sentir vergüenza por lo que me acababan de decir.

Para acabar de redondear el plan, en el Templo no había conexión a internet y, para variar, en ese viaje tampoco había comprado ninguna tarjeta SIM para mi móvil, así que llevaba más de cuatro días incomunicada. La verdad es que me encontraba tan mal que no tenía capacidad para pensar. Ni tan siquiera había cargado el móvil. Para qué iba a pensar en internet…

Los dos chicos españoles se preocuparon por mi bastante. Sobre todo teniendo en cuenta que no me conocían de nada. Dijeron que se les ablandó el corazón cuando supieron que estaba viajando sola.

Me preguntaron cuál era mi plan y les contesté… “¡Volver a España!” Era lo que más deseaba. Volver a casa a recuperarme, pero era una tontería. Acababa de empezar el viaje. Llevaba apenas 5 días en India…Yo no soy de las que tira la toalla fácilmente, así que les dije con las pocas fuerzas que tenía y una media sonrisa… ¿Tenéis alguna propuesta mejor? “Pues claro”, contestaron ellos. “Te vienes con nosotros hasta que te encuentres recuperada”.

Al escuchar esas palabras, sentí tranquilidad de espíritu y, de repente, me sentí mucho mejor.

Un poco más reconfortada al saber que seguiría el viaje acompañada. En ningún viaje anterior me había puesto enferma. Era la primera vez que sentía dolor en un viaje. Y no era un dolor cualquiera. Sentía que me moría. Sé que suena exagerado, pero era tal y como yo lo sentí en ese momento.

Les dije que necesitaba un día más para recomponer mi estómago y contestaron que sin problema, ellos alargaban su estada un día más en el Templo.

Al día siguiente nos iríamos los 3, dirección Pathankot, al norte, donde el país hindú no iba a dejar de sorprenderme.

En India descubrí muchísimas cosas sobre ella pero, sobre todo, descubrí muchísimas cosas sobre mi. Seguiré contándotelas en la siguiente historia.