Año 2015. Finales de septiembre.

Por aquel entonces, yo era bastante diferente a como soy ahora.

Era una chica inquieta y expansiva, pero cargada de miedos e inseguridades. Aún así, me atreví a superar mis temores sobre viajar sola, y a día de hoy, estoy orgullosa de ello.

Digamos que durante esos 5 años que nos separan del 2020, aprendí muchas cosas de la vida. Aprendí a ser más fuerte, a disfrutar de la soledad, a dejar fluir. Me convertí en una mujer independiente, muy celosa de su intimidad, que disfrutaba cada día más de conocer y aprender cosas nuevas, de expandirse y ponerse retos permanentemente.

Pero todo eso lo empezaría a descubrir a raíz de este viaje al sudeste asiático. Por lo tanto, la chica que conoceréis en esta aventura no era tan osada como la que habéis estado leyendo hasta ahora en otros viajes que os haya podido contar como el de Irán, Perú, Bolivia o Ecuador.

Tailandia iba a ser mi segundo viaje sola como mochilera (después de iniciarme en Colombia el año anterior), y esa inexperiencia, se notaría a lo largo de los 45 días que duraría el viaje.

Escogí Tailandia porque era un lugar muy turístico y creía que sería fácil moverme por allí. Ese país es el destino turístico de los mochileros por excelencia. También pensaba que, si no me encontraba a gusto en la aventura, siempre podía acabar instalándome en un lugar de playa y pasar allí todas las vacaciones.

Así que, pocos días después de celebrar mi cumpleaños, llené mi mochila roja con algo de ropa y, tomé un avión, con destino Bankgok, en Tailandia. Tenía un mes y medio por delante y mi idea era, en algún momento, cruzar la frontera con Camboya para visitar el majestuoso templo hinduista Angkor Wat.

Llevaba 300 euros que me tendrían que durar al menos 12 días. No me gustaba llevar más de ese dinero encima por miedo a perderlo, o a que me robasen y pensé que ya sacaría dinero en algún cajero más adelante. Eso sí, tendría que asumir la parte mala de no llevar demasiado dinero encima: cada vez que quería sacar dinero, había una comisión por parte de mi banco en España de entre un 3 y un 5 por ciento, y unos 200 baths (es decir unos 6 euros) por parte del banco tailandés. Con un presupuesto de 25 euros por día, no estaba como para ir perdiendo euros en comisiones… Así que cada vez que me plantaba delante de un cajero, soltaba algún improperio en relación a las malditas comisiones… Nunca me acostumbré a ellas.

Dos años antes había viajado por primera vez al sudeste asiático, a Indonesia, también de mochilera, pero en esa ocasión acompañada de 3 chicos más. Fue ahí donde vi claro que una chica sola también podía viajar por el mundo de esa manera.

En esta ocasión haría escala en Pekín. Lo hice así porque viajar con Air China me salía mucho más barato. Eso sí, los asientos me parecieron diminutos y no había ni una sola película en español.  Aún así, económicamente a mi me mereció mucho la pena.

Saqué un visado especial que me permitía estar hasta 72 horas en China. Solamente iba a hacer una escala de 12 horas. Mi gran ilusión hubiese sido visitar la Gran Muralla China. Pero… no pudo ser posible. Para visitar la Gran Muralla China con el poco tiempo que tenía, debería hacerlo con una agencia, y eso destrozaba mi presupuesto del viaje, ya desde el primer día. Así que … mi gozo en un pozo… Algún día espero poder ir a recorrerla.

Aun así, conocí la ciudad Prohibida y el Templo del Cielo, en medio del caos de Pekín.

Llegué a las 7 de la mañana y la ciudad era un desbarajuste de gente. Los movimientos en el interior del metro estaban milimétricamente calculados. Imposible dar media vuelta, si presentías que te habías equivocado de dirección. Parecían muñecos teledirigidos con instrucciones muy concretas.

Normal ese trajín en el metro de Pekin, siendo que allí viven 11 millones de personas.

Quise preguntar en mi nefasto inglés de aquel momento, cómo llegar a la Ciudad Prohibida. Imposible conseguir respuesta. No es que no me entendieran porque mi inglés era justito, sino que no me entendían porque eran ellos los que no sabían inglés.

No entendían nada de nada.

Más tarde descubrí que la Ciudad Prohibida era llamada Gu-Gong por los chinos, que significa Palacio Antiguo. Miraba el mapa de las estaciones de metro y no entendía nada. Como diríamos nosotros: ¡Me sonaba a chino! Y nunca mejor dicho…

Además, no tenía internet en el móvil y cuando intentaba poner el wifi de algún lugar que encontraba, no podía entrar la clave, ya que mi móvil no tenía las letras en chino.

Finalmente, ya al borde de la desesperación, di con un chico joven que sabía inglés, y nos entendimos. Me dijo la parada de metro a la que debía subir y donde debía hacer transbordo para llegar al destino deseado.

Usuaria acérrima del metro en Barcelona, allí me sentía como si jamás en la vida hubiese pisado una estación de metro.

Lo que no entiendo es, como no busqué en internet, antes de salir de España, cómo llegar hasta allí desde el aeropuerto, …. Repito: en esa época no era nada previsora todavía y no tenía demasiada experiencia en moverme por el mundo … Así que pagué la novatada…

Finalmente encontré la Ciudad Prohibida, también conocida como el Palacio Imperial. Está catalogada por la UNESCO como una de las estructuras de madera antigua más grandes del mundo y fue declarada Patrimonio de la Humanidad en 1987.

Es una de las atracciones turísticas más visitadas del mundo con 10.000.000 de visitas anuales, es decir, unas 30.000 personas al día.

Se trata de uno de los cinco palacios más grandes del mundo, construido a principios del siglo XV durante la dinastía Ming.

La Ciudad Prohibida fue llamada así porque para ingresar allí, había que contar con expresa autorización del emperador. Sirvió como Palacio Imperial durante el reinado de 24 emperadores (14 de la dinastía Ming y 10 de la dinastía Qing), a lo largo de más de cinco siglos.

El precio para entrar, unos 7 euros.

Tuve que vivir la misma odisea para llegar a visitar el Templo del Cielo, que se encontraba a tan solo 20 minutos en coche de la Ciudad Prohibida pero que al ir en transporte público y al no tener internet, se convirtió en un trayecto de casi 1 hora.

Después de esas dos visitas, estaba agotada, y frustrada al ver que absolutamente nadie me entendía. Mucha contaminación, mucho caos y mucho calor. No le encontré el gusto a pasear por esas calles. Así que antes de lo previsto decidí volver hacia el aeropuerto donde a las 19h, salía el avión que, en cuatro horas y media, me llevaría hasta Bangkok.

Esa es una de las pruebas de que aun no tenía demasiada experiencia viajando. A día de hoy no creo que dejase escapar ni 30 minutos para poder conocer un poquito mejor una ciudad.

Llegué por la noche y me alojé en la calle mochilera por excelencia en Bangkok, en Khao San Road.

Bangkok olía diferente. Olía a una mezcla de contaminación y comida. Especias, fritanga, … ese olor que si respiras muy profundo, te entra tos de repente.

Justo al lado de la puerta de mi alojamiento, había un pequeño supermercado. Entré a comprar un bote de champú (ya que no lo había metido en la mochila para no tener que facturarla) y subí a que me dieran la habitación.

Junto al supermercado, un 7-Eleven (abierto 24 horas al día), una de las franquicias más populares en Tailandia. A lo largo del viaje, me salvó la vida en más de una ocasión. Era como una amiga del alma, que siempre estaba disponible para mi, a todas horas.

Con un presupuesto de 25 euros por día, no quise comenzar el viaje derrochando, así que esa noche dormí en una habitación con baño para 4 personas, pagando el precio de 4 euros por noche, compartida con una noruega y una polaca, con las mismas pocas ganas de hablar que yo. Estaba reventada de sueño, pero oía mucho ruido en la calle y quise salir a curiosear. Me conecté al wifi del hostel, mandé un mensaje a mis padres para decir que ya había llegado al lugar de destino, y salí a hacer mi primer contacto con las calles de Bangkok. Descubrí la cerveza Chang de Tailandia, y después de tomar un par de ellas y unas cuantas brochetas de carne para cenar, subí a la habitación, donde me quedé profundamente dormida hasta las 10 de la mañana siguiente.

Primer paseo matutino por las calles de Bangkok y se reafirmaba el olor típico de un país asiático. La garganta enseguida se impregnó de un dulzor picante único.

El tráfico en las calles de Bangkok es un verdadero caos, y me costaba entender cómo hacían esos miles de automovilistas, tuk-tuks, motociclistas, peatones, para convivir y sobrevivir cada día. Cruzar una calle o avenida se convertía en una verdadera aventura. La técnica que utilicé siempre fue esperar a que algún transeúnte local empezase a cruzar, y hacerlo yo junto a él.

Lo mejor que pudo pasarme en Bangkok fue perderme constantemente. De esa manera, pude conocer mucho mejor la ciudad. También pude disfrutar de la sonrisa de los tailandeses y su hospitalidad para mostrarte donde estaba el lugar por el que preguntabas.

El primer día que llegas a un país, todo te resulta nuevo y desconocido y eso te genera una sensación de vulnerabilidad, desconfianza y miedo.

La gran mayoría de los destinos turísticos de todo el mundo tienen su repertorio de timos comunes, y Tailandia no iba a ser una excepción. En el caso de los tuk-tuks, viví en mis propias carnes como me ofrecían llevarme a un lugar por cincuenta céntimos, un precio muy barato, pero el truco estaba en que iban a llevarme de ruta por tiendas de las que eran sponsors en las que intentaban venderte de todo. Cuando me pararon en una segunda tienda, me di cuenta de la trama, y decidí perder la oferta de los cincuenta céntimos y no perder ni un minuto más de mi tiempo.

Otros timos comunes que fui descubriendo en Tailandia a medida que pasaban los días era decirme que un monumento estaba cerrado, y así ellos te llevaban a otro lugar, el timo de las joyas y gemas preciosas, engañarte con el cambio, policías dudosos, decirte que los billetes de tren estaban agotados y así ellos te conseguían otros con otra compañía o en autobús, … por lo tanto, había que estar pendiente todo el tiempo de si se trataban de personas hospitalarias que pretendían ayudarte o si se trataba de profesionales en el arte de la estafa. Eso, con el paso de los días es agotador, porque no te permite disfrutar al cien por cien de su gente y los encantos de esa tierra.

Bangkok me gustó por sus contrastes. Altísimos rascacielos al lado de numerosos templos budistas, ejecutivos caminando entre monjes en una ciudad llena de colores y olores. También me encantó su cocina, con influencia de la gastronomía china e hindú. Descubrí un mundo de sabores nuevos, equilibrados, picantes y exóticos. Me enamoré del pad thai, el pollo con anacardos, los satays, la ensalada picante de papaya y la sopa picante con gambas, tomate, limas, setas y chile.

Uno de los días fui a pasear por el conocido parque Lumpini, repleto de deportistas, para desconectar del bullicio de la ciudad y descubrí que justo a las 18h en punto, por la megafonía del parque sonó el himno nacional tailandés y todo el mundo dejó de hacer lo que estaba haciendo, en señal de respeto hasta que el himno terminó.

Pensé que era una cosa típica de ese parque, pero fui comprobando los días sucesivos, que era una práctica habitual en todo el país.

También pude comprobar que el respeto hacia la monarquía estaba presente en muchas estampas de Tailandia. Encontré imágenes del rey en calles y carreteras y también en casi todos los locales.

Visité lugares imprescindibles como el Gran Palacio de Bankok con su famoso Templo del Buda Esmeralda, el mercado de Chatuchak, uno de los mercados más grandes del mundo con más de 8.000 tiendas, el mercado flotante de Damnoen Saduak (a dos horas de la ciudad), el mercado nocturno de Patpong situado en la zona roja de Silom, con una gran actividad nocturna, la pequeña calle de Khao San Road repleta de turistas, el río Chao Phraya que es el más importante en Tailandia, además de partir en dos la ciudad, el What Pho, con su gran buda reclinado de 46 metros de largo y 15 de alto, los miradores de Bangkok ubicados en las terrazas de bares y restaurantes desde donde pude disfrutar de vistas únicas, el templo Wat Arun o Templo del Amanecer, situado a la orilla del río Chao Phraya, y la barriada de Chinatown, siendo uno de los barrios más caóticos y auténticos de Bangkok.

 

Tuve dudas sobre ir a conocer una de esas zonas de Bangkok conocidas por el turismo sexual. Finalmente lo hice, y una de las noches fui a la zona de Soi Cowboy. Lo sé, forma parte de la realidad, pero tengo que reconocer que no me gustó nada lo que vi allí. No juzgo para nada la prostitución, pero sí que se me revolvió el estómago al ver la edad de las chicas que había allí. Sentí cierto asco por la sociedad en la que vivimos…

En los 4 días que estuve en Bangkok, no entablé conversación con demasiada gente. Me sentí sola, y un poco desubicada, incluso en algún momento me sentía un poco pringada…

En mis últimas horas en Bangkok conocí a dos catalanas en las calles de Khao San Road, justo al salir del hostel, que me dijeron que era ya su último día en Tailandia. Estaban hospedadas en un buen hotel con piscina, y me invitaron a pasar allí un rato, hasta que saliese mi autobús hacia mi siguiente destino. Pasamos unos momentos muy agradables en los que me estuvieron contando cómo había sido su viaje en las 3 semanas anteriores. Me comentaron que en cuanto llegaron a la zona de playa les había llovido prácticamente todos los días. Me preguntaba cuál sería mi suerte al llegar allí.

Después de 4 días en Bangkok, proseguí mi viaje, hacia el norte. Iba dirección a Chiang Mai. Pero antes haría parada en Kachanaburi y en Ayutthaya, ya que había leído que eran lugares que debía visitar sin falta.

Llegué en una van (una furgoneta) a Kachanaburi, donde visité el Puente sobre el Río Kwai, y luego fui directa al parque de Erawan, un bonito parque nacional lleno de cascadas, en el que podías acabar bañándote en unas piscinas naturales de aguas turquesas repletas de pececitos de esos que te hacen cosquillas en los pies mientras te mordisqueaban las pieles.

Y empecé a sentirme más tranquila y relajada al moverme por lugares más tranquilos de lo que había sido hasta entonces en Bangkok.

Seguí camino hacia Ayutthaya, donde llegué ya entrada la noche y la primera imagen que vi, no fue muy atrayente: un montón de basura y unas cuantas ratas buscando alimento para saciar el hambre. ¿Madre mía…Dónde me había metido?

Menos mal que por la mañana todo lo que vi fue muy diferente.

El parque histórico de Ayutthaya es un conjunto de antiguos templos y palacios situado a unos 80 km al norte de Bangkok.

Tailandia es oficialmente un estado laico en el que se puede practicar libremente cualquier religión. La tolerancia entre gentes con diferentes creencias es absoluta. Pero la religión predominante en Tailandia es el budismo, practicada por un 95% de la población y eso queda reflejado en muchísimos lugares y espacios del país. Existen miles de imágenes de buda en el territorio y hay multitud de celebraciones religiosas en las que se hacen ofrendas a los templos.

Ayutthaya está lleno de esos templos.

Una vez estás en Ayutthaya hay varias maneras para visitar el complejo arqueológico: a pie, en bicicleta, en moto o en tuk tuk. Ir a pie lo descarté enseguida. Se haría muy pesado debido al calor sofocante y necesitaría mucho más tiempo. En tuk tuk también lo descarté porque era demasiado caro al ir yo sola.

Por tanto, me quedaban dos opciones. La bicicleta, que hacía años que no la cogía, o la moto, que recordaba haberla llevado a los 16 años un par de veces, a escondidas de mis padres …

Finalmente opté por la moto. Allí era una locura conducir, pero entre tanto caos y con lo mal que conducen allí, ¿quién se iba a dar cuenta de si llevaba mal la moto por tener mal dominio o si era porque estaba plenamente integrada a la conducción del país?

Vi tantos templos, que pensé que ya había hecho el cupo de templos por lo que quedaba de viaje, ¡y eso que acababa de iniciar el recorrido!

En Ayutthaya tomé un tren nocturno dirección a Chiang Mai.

Era de esos trenes en los que el asiento se convertía en litera y podías dormir cómodamente durante toda la noche.

Allí conocí por casualidad a dos alicantinas que llevaban ya varios meses viajando por el sudeste asiático, Pao e Irene. Se subieron en la parada del tren de Lopburi, la ciudad de los monos, y su litera para dormir estaba exactamente enfrente de la mía.

Me cayeron bien desde el primer momento. Dos chicas valientes, risueñas y decididas, que aparecieron en mi viaje, justo cuando ya empezaba a necesitar conocer a alguien, porque en aquella época, todavía no estaba tan acostumbrada a la soledad.

Llegamos a Chiang Mai y a partir de ahí, ¡empezó la vida social en Tailandia!