Espero que recordéis a Pao e Irene, del capítulo anterior; mis dos nuevas compañeras de viaje, conocidas durante el trayecto en tren desde Ayutthaya hasta Chiang Mai.

Llegamos allí recién empezado el día y nos alojamos en el hostel Spicythai.

Un auténtico alojamiento para mochileros, pagando el módico precio de 200 baths (5 euros) por noche. Nos instalamos en una habitación compartida para 10 personas. El hostel no era demasiado grande. Tampoco demasiado pequeño. Constaba de 3 habitaciones con 10 camas cada una y un único y amplio baño para todos los ocupantes de las 3 habitaciones de las que disponía el hostel.

Pao e Irene, alicantinas, licenciadas en traducción e interpretación, se movían por allí con mucha soltura. Llevaban ya un tiempo viajando por Tailandia y eso se notaba. Conocían los diferentes manjares del país, sabían comer perfectamente con palillos y caminaban seguras, confiadas y alegres en todo momento.

Eran más jóvenes que yo. Unos 10 años más o menos, pero se veía que habían recorrido mundo. Se notaba que habían abandonado los prejuicios, que hacían las cosas por diversión y que no tenían demasiado miedo a nada ni a nadie.

Sentí envidia sana. Cómo podía ser que unas chicas 10 años más jóvenes que yo, supieran ir por la vida así, y en cambio, yo fuese tan temerosa y prudente con todo…

Bueno, pues muy fácil. La vida la componen las experiencias, no el tiempo vivido. Ahora, 5 años después puedo confirmar categóricamente esta frase. No importa el tiempo que vivas, sino cómo lo vivas.

La realidad era que tenía 34 años y no había vivido anteriormente demasiadas aventuras como esa en mi vida.

Pero en cinco años…, ¡cuántas cosas he aprendido de la vida!

A día de hoy, yo sería como esas chicas. Después de todo lo vivido, caminaría por la vida con menos miedos y sin complejos.

Así que observé y aprendí muchísimo de Irene y Pao. Además, las dos tenían un inglés perfecto, y me animaban a practicarlo con ellas.

Nada más llegar al hostel, empezamos a conocer a muchísima gente. Muchos jóvenes que estaban de aventura por el sudeste asiático. Lo más curioso de todo, (pura casualidad) es que allí prácticamente todos estaban viajando solos. Acabé por comprender que ninguno de nosotros éramos bichos raros por viajar solos. Todos eran mucho más jóvenes que yo, pero nunca ninguno de ellos llegó a acertar la edad que tenía realmente. Cuando finalmente descubrían que tenía 34 años, les costaba creerlo.

Nos reunimos un grupito de unas 15 personas, cada uno de un país distinto. La gran mayoría, de países europeos. Entonces ya, no me quedó más opción que la de hablar inglés.

Por aquel entonces no tenía ni idea de inglés. En el colegio había estudiado francés y en la universidad solamente había estudiado un año de inglés, y las pasé canutas para aprobarlo. Aun así, decidí superar esa barrera y comencé a hacerme entender en inglés, simplemente, hablándolo. Como la gran mayoría de cosas… se aprenden haciéndolas, sin más.

No conjugaba bien ni el pasado ni el presente, pero cuando quería hacer referencia a algo que me había ocurrido en el pasado, añadía al principio un: In the past …. y cuando quería hacer referencia a algo del futuro añadía un: In the future… Surrealista… muy surrealista… pero así me hacía entender. No me quedaba otra… si quería relacionarme, esa era la manera de hacerlo.

Chiang Mai me encantó. Jamás me había hecho tantos masajes en tan poco tiempo… ¡ni tan baratos! A todas horas. Para empezar el día, para relajarme a media tarde o para finalizar la jornada. En una semana me hice más masajes que en toda mi vida.

En Chiang Mai también viví tardes de lluvias torrenciales. Ese clima húmedo e impredecible, que de repente te sorprendía con cuatro gotas que se acababan convirtiendo en un aguacero que parecía que anunciaba el final del mundo.

El centro de Chiang Mai lo recorrimos muchísimas veces a pie. Rodeado de una muralla con un gran foso de agua. Lleno de calles estrechas repletas de restaurantes, centros de masajes y yoga, tiendas de ropa y souvenirs, cafeterías de diseño y alojamientos para todos los bolsillos. No nos perdimos la obligada visita al mercado nocturno, lleno de puestos locales de artesanía y comida, el Night Bazaar, situado a lo largo de la Chan Khian Road. Abrían desde las 18 de la tarde hasta las 00 de la noche.

Visitamos infinidad de templos, entre ellos: Wat Phra Singh, Wat Chedi Luang, Wat Chiang Mai, What Sri Suphan, Wat Umong, …

Una de las tardes fuimos a visitar el Doi Suthep, el templo situado en la montaña de Doi Suthep. Es uno de los templos más venerados y uno de los centros de peregrinación budista más importantes. Para llegar al templo habría que subir los 309 escalones de una escalera flanqueada por dos serpientes sagradas. Al llegar arriba, encontramos el gran elefante blanco, varios templos y edificios, estatuas budistas, campanas para la oración y una terraza con unas buenas vistas de Chiang Mai y alrededores.

Hice un curso de cocina para aprender a cocinar el delicioso Pad Thai. Confieso también, que, en España, tan solo una vez llegué a cocinarlo, sin demasiado éxito. Seguramente es de las comidas extranjeras que más hecho de menos en España.

Vi un combate de moai tai, casi en primera línea. No es que fuese a verlo porque me gustasen las peleas especialmente, pero si me llamó la atención el ambiente que se vivía.

Salimos de fiesta prácticamente todas las noches que estuvimos en Chiang Mai. Y conocí un juego, al parecer, típico de los mochileros, llamado Beer Pong. Ese juego me acompañaría durante todo el viaje en Tailandia. La finalidad del juego, simplemente beber cerveza. El juego consistía en encestar pelotas de ping pong en 10 vasos llenos de cerveza desde un extremo de la mesa. Se solía jugar en equipos de dos personas y los vasos se colocaban de manera triangular. Si la pelotita caía en el vaso, el equipo contrario debía beberse la cerveza del interior.

La verdad, en muchas ocasiones hubiese preferido que los vasos estuviesen llenos de Coca-Cola en vez de cerveza, pero tengo que reconocer que era un juego tremendamente divertido.

En ese viaje también descubrí que, si nunca has jugado al Beer Pong, no eres un auténtico mochilero.

Una de las cosas que más les fascina a los turistas que visitan Tailandia durante su viaje, es conocer las tribus del Norte de Tailandia para ver su forma de vida y su origen.

Así que uno de los días, visitamos el pueblo tribal Chankian Hmong. Lo hicimos por nuestra cuenta, sin contratar agencias, ya que nos parecía que hacerlo así era una experiencia mucho más auténtica.

En ese poblado no vimos las turistadas que sí se podían llegar a percibir en la visita a las aldeas de las mujeres jirafa.

Ese grupillo de 15 mochileros estuvimos juntos una semana entera en Chiang Mai. Ahí se nos paró el tiempo, y cada día encontrábamos cosas divertidas e interesantes que hacer. No todos hacíamos las mismas cosas, pero lo que sí estaba asegurado era el rato de diversión nocturno, en el que nos juntábamos para contarnos lo que habíamos hecho cada uno de nosotros.

Teníamos un punto de encuentro habitual en el 7 Eleven de enfrente del hostel. Elegíamos ese lugar, no solamente por sus bajos precios en la comida sino por el aire acondicionado que te permitía librarte del bochornoso calor que hacía en las calles a todas horas. Casi todas las mañanas comenzaba el día comiendo sándwiches de jamón y queso del 7 Eleven. Bueno, bonito y barato.

Uno de esos días me apunté a una excursión de tres días donde acabábamos llegando a uno de esos poblados de tribus en las que se encuentran las mujeres jirafa. El trekking me encantó. El poblado, no demasiado, seguramente porque percibí poca autenticidad en todo aquello.

Lo que más me gustó sin duda alguna fue la visita a un centro de cuidado de elefantes. Había leído mucho sobre la visita de turistas a este tipo de centros. En internet leí sobre espectáculos con elefantes en los que los animales pintaban un cuadro o jugaban a fútbol. No dejaba de preguntarme, cómo era posible que un animal de 5 toneladas pudiese hacer caso a las órdenes de un ser humano de 80 kilos. Podría decir que se trataba de técnicas crueles y salvajes con el fin de conseguir que el animal haga todo cuanto se le pida, pero no quiero maquillar lo que en realidad se vive en muchos de esos centros. Hablamos categóricamente de “maltrato”.

Después de preguntar en Tailandia sobre el tema, entendí cómo era posible esa sumisión por parte de los elefantes.

En Tailandia existe una tradición centenaria llamada Phajaan en la que se trata literalmente de “partirle el espíritu” al elefante. Cuando apenas tienen 4 años de vida, se separa a sus crías de sus madres y se las somete a un cruel aislamiento hasta asegurarse de que pierden su independencia y se vuelven totalmente sumisos a los humanos. Durante los siguientes días, al animal se le priva de sueño, comida y bebida y además, varios hombres se dedican a pegarle con frecuencia, haciendo uso de un bastón con unos clavos en la punta, que dejan caer sobre zonas sensibles como pueden ser los ojos y las orejas. Después de todo eso, el pobre animal queda totalmente roto y sumiso al ser humano.

En internet hay cientos de videos en los que se pueden ver imágenes como las que te acabo de describir. No quiero ponerlas en este articulo porque no quiero herir la sensibilidad de nadie.

Por todo esto, busqué muchos centros distintos para visitar elefantes y finamente me decanté por Patara Elephant Farm. Yo personalmente vi un muy buen trato a los animales y básicamente la visita de los turistas a ese centro consistía en darles de comer y lavarlos, pero al fin y a cabo, no deja de ser un negocio más a costa de los animales.

Compartir esa mañana con los elefantes, fue junto a bucear al lado de tiburones, una de las experiencias más bonitas con animales que haya podido vivir en toda mi vida.

Después de agotar una semana frenética en Chiang Mai, pusimos rumbo hacia Pai, al norte de Tailandia, cerca de la frontera con Myanmar.

Para llegar hasta allí nos harían falta solamente dos euros y medio (80 baths) y tres horas de autobús, pero vaya tres horas… en todo ese tiempo no había ni un solo minuto en el que nos librásemos de las curvas. Parece exagerado, pero… no… no lo es. Incluso en algunos puntos de la carretera podías encontrar una señal de tráfico indicándote que justo en ese lugar podías pararte a vomitar. Pero ya sabemos que quien algo quiere, algo le cuesta. Pai lo merecía.

Tailandia me estaba gustando mucho hasta el momento. Después de poco más de 15 días en ese país, empezaba a sentirme cómoda con los olores, la comida, el lenguaje, el caos, …

Pai era un lugar tranquilo, idílico y prácticamente un lugar con viajeros exclusivamente mochileros, donde el 70 por ciento de las personas con las que te cruzas por la calle son básicamente occidentales.

Pai se ganó la fama de ser el destino principal de los hippies artistas y bohemios de Tailandia y entonces comenzaron a llegar extranjeros y a aparecer alojamientos económicos, tiendas locales y forasteros vendiendo pulseras, pinturas y artesanías en general.

En ese pueblecito era fácil encontrar lugares calmados donde no se escucha mucho más que los sonidos de la naturaleza.

También había una tienda de 7 Eleven en la calle principal, que te hacía sentir como en casa, una vez más.

Nos alojamos en un hostel de la misma franquicia que el hostel en el que habíamos estado los días previos en Chiang Mai, el Spicypai Backpackers.

Era de un estilo parecido, pero las habitaciones eran enormes bungalós para unas 30 o 40 personas, con un montón de literas, todo de bambú y con mosquiteras para cada una de las literas.

Para moverte por allí debías alquilar una moto si o si para poder visitar los alrededores bonitos de los que disponía el pueblo.

Pero Irene y Pao se negaban a montar en moto, ya que nunca antes lo habían hecho. Les expliqué mi experiencia; que antes jamás había ido en moto y que en Ayutthaya, una ciudad con tráfico, me había atrevido a alquilar una. Así que, en Pai, tenía que ser más fácil la conducción debido a la tranquilidad del pueblo. Pero de ninguna manera querían subirse a una moto. Ni llevándola ellas, ni yendo de paquete.

En Pai nos reencontramos con otros mochileros que habíamos conocido en Chiang Mai, y finalmente decidimos alquilar un coche.

La estancia en Pai me recordó a cuando uno va a una isla, en la que el tiempo va lento y en paz. Lo único que en esa ocasión no había ningún mar que nos rodease.

Visitamos las cascadas, el Gran Cañón (un lugar precioso, aunque sinceramente el nombre me parece un poco exagerado para lo que en realidad era), el Land Split, un par de templos budistas, el pueblo chino y el mercado nocturno.

Este último, es prácticamente la única atracción del pueblo una vez se va el sol. La calle principal se transformaba en un gran mercado en el que vendían buena comida, ropa, arte y recuerdos. Y como no, algún bar nocturno, incluso con karaoke, que nos permitió hacer las noches mucho más amenas todavía.

Los días allí pasaron volando. Tanto que no nos hubiéramos ido nunca. Pero todos teníamos un calendario a seguir, una ruta que continuar.

Pao e Irene junto con otros mochileros pondrían rumbo a Laos. Como curiosidad, te cuento que, después de unos meses de hazañas por el sudeste asiático, las dos alicantinas aventureras, decidieron establecerse durante casi un año en Vietnam donde trabajarían dando clases de inglés. Te lo dije… ¡eran chicas listas y espabiladas!

Yo pondría rumbo, sola, hacia Camboya.

Quería visitar también zonas de playa en Tailandia, pero lo haría a la vuelta de Camboya. Quería conocer Angkor Wat.

En Asia existe Air Asia, una compañía de vuelos muy barata y asequible, que hace que, si compras los vuelos con tiempo, puedas aprovechar los precios de bajo coste de los que dispone la compañía.

Pero no fue mi caso. Iba decidiendo sobre la marcha, así que cuando fui a mirar el precio de los vuelos, ya estaban demasiado caros para mi, y decidí tomar un autobús, por 40 euros, perdiendo un día entero.

Sinceramente, Tailandia fue uno de los viajes en los que más diversión recuerdo y era exactamente lo que necesitaba en ese momento.

Casi sin darme cuenta, había empezado a soltarme, a espabilarme, a dejar las vergüenzas y los complejos a un lado.

Tal vez me pasé de lista y me relajé demasiado creyendo que podía ir despreocupada y confiada en mis viajes.

Pocos días después recibiría una dura lección en Phnom Penh. Me robarían. Pero no sería un robo cualquiera… fue un robo que no solamente le dolió a mi bolsillo… básicamente, dañó mi alma…

Pero eso, ¡te lo cuento en la siguiente historia!