Después de las fiestas de septiembre, el pueblo se quedaba marchito, como arrugado por la resaca. En la plaza, el viento del otoño hacía remolinos con los últimos restos de las guirnaldas y banderolas que antes colgaban lustrosas de punta a punta de los soportales. Comenzaba el colegio y ya lo había hecho La Liga de fútbol.

Por la tarde, cuando don Agustín con dos palmadas ponía fin a la sesión escolar, comenzábamos aquellos interminables partidos de fútbol. El inmenso campo de tierra se nos quedaba demasiado grande y la portería del fondo la acortábamos en distancia con una que formábamos nosotros con dos jerséis y una cartera.

El Angelín y Eugenio echaban a pies la elección de jugadores. Se colocaban uno enfrente del otro e iban pasito a pasito aproximándose entre sí hasta que a uno de los dos le tocase poner su pie en el último espacio que quedase entre los dos. Ése era el que elegía primero. Después elegía el otro, y así, nos repartíamos en dos equipos de seis cada uno o de quince, según cuantos fuésemos. Allí nadie se quedaba sin jugar. Aunque lo que se dice jugar solo lo hacían dos o tres, El Angelín y Eugenio. Algunos incluso, en un rincón del campo, organizaban la partida de bolas, cromos y chapas y, cuando se aproximaba el balón, lo despejaban de una mala patada para un lado u otro.

Entonces era cuando El Angelín y Eugenio se enfadan y les chillaban.

  -Pero vosotros, ¿jugáis o no jugáis?

Los de la partida de bolas se incorporaban al juego algunos minutos para después volver a lo suyo.

El Angelín era el mejor. Jugaba de defensa y llevaba el balón como cosido al pie, levantaba la cabeza buscando algún compañero desmarcado y observaba a casi todos levantándole la mano:

     -¡Mira, mira!, ¡Solo, solo!

Un enjambre de muchachos le perseguían empujándole por detrás. El Angelín llegaba hasta la portería del jersey y las carteras, hacía otros tres o cuatro regates más y miraba a quién pasar el balón. Todos seguíamos dándole voces a su alrededor:

    -¡Aquí, aquí! ¡Solo, solo!

Al final el Angelín lanzaba un zurdazo que pasaba pegado junto a la cartera que hacía de poste:

    -¡Gol, gol!, gritábamos unos

    -¿Qué dices? ¡Ha sido fuera! Chillaban otros

Al final lanzábamos un córner.

Cuando empezamos a jugar contra algunos pueblos de alrededor, al Angelín, un señor que se pavoneada con aires de entendido le llamó y le dio su tarjeta para que le visitase. Nosotros le preguntábamos:

    -¿Te han fichao, te han fichao?

Mientras, el Angelín miraba con curiosidad y asombro aquella tarjeta.

Ni al tío Eusebio ni a la señora Pilar les hacía pizca de gracia que el Angelín tuviese que ir a Madrid a entrenar dos tardes por semana. Más que otra cosa porque el Angelín, con catorce años, había salido ya del colegio y estaba como aprendiz de ebanistería:

    -¡Que es donde están sus garbanzos!  (decía el tío Eusebio)

El Angelín habría sido futbolista. Era fino, elegante, rápido y tenía una capacidad de sacrificio inmensa. De ese sueño le despertó de repente el encargado de la fábrica, una tarde, cuando el muchacho corría hacia el autobús con la bolsa de deporte en la mano:

    -¡Chaval!, si te vas, no vuelvas mañana

Angelín se paró en seco y se quedó mirando la bolsa de deporte que colgaba de su hombro derecho. El encargado estaba en la puerta de la fábrica y fumaba con chulería:

     -Elige tú….el trabajo aquí…o la gloria del fútbol en Madrid.

Angelín no eligió la gloria y se hizo ebanista.

La otra noche, mientras televisaban el Juventus-Real  Madrid, al Angelín se le nubló un poquito la vista, y de repente, volvió otra vez a soñar. Yo le vi, fue un instante, tan solo unos segundos, pero le vi feliz en esa nube. Después, al abrir los ojos, se palpó con disimulo su actual barriga embarazada de cerveza y tiró al suelo un cigarro que aplastó con la punta del zapato.

Finalizado el partido, en el bar el griterío de discusiones era inmenso. Nadie le prestó mucha atención, pero yo sí, yo le vi que lloraba por dentro al salir.